Leyendo a los pensadores del estoicismo romano llama mucho la atención el ideal que se busca en el sabio, el de educarse a sí mismo, impidiéndose el acceso a los bienes exteriores y gozando únicamente de su propio interior, de su famosa apatía.
Considerando así la virtud de la vida interior, se glorifica la libertad y la independencia, la autonomía. Se desprecia el lujo y la riqueza, pues el sabio debía buscar la sabiduría y la virtud como lo más elevado, a partir de que se sabe mortal.
Hay, con todo, un problema en torno a la libertad. Se ha hecho del ser libres un ideal intocable e indiscutible. Pero el tiempo nos ha hecho muy escépticos en lo tocante a nuestra proclamada libertad como bien máximo. Pero lo que hemos aprendido es que la figura de la sobredeterminación significante, el poder de los significantes ocultos en nuestro inconsciente, tan sorprendentes y paradójicos, nos van persuadiendo de que nuestras elecciones a lo largo de nuestra vida están no sólo condicionadas, sino mucho más, están claramente sobredeterminadas por nuestros más internos mecanismos, por nuestra particular singularidad, ignota en buena medida.
Ese espejismo de libertad a la hora de tomar decisiones se comprende muy bien con la figura de la repetición, de las sorprendentes repeticiones en que caemos. O como diría la sabiduría popular, tropezamos. Con la misma piedra. Elegimos, sí, pero sin saber por qué elegimos lo mismo, y bajo idéntico patrón fijo. Sobre todo, cuando, en nombre de la libertad de que disfrutamos elegimos una y otra vez lo malo. O lo peor, elegimos al canalla como partenaire o como líder.
Elegir es perder. Una elección forzada no es nada del orden de la obligación, sino del orden del dilema que termina empujándonos en una dirección. Por eso conviene saber lo que perdemos cuando elegimos.
Quizá no sea bueno ser tan estoicos en lo referente a cumplir ideales. El sacrificio, el peso de los ideales, puede llevarnos a descuidar el «cuidado de sí», o simplemente a gozar del ejercicio sacrificial. O a preferir la idílica amistad antes que a un amigo. Séneca llegó a escribirlo, «es preferible sustituir al amigo que llorarlo».