Es merecido el culto a la alta cocina, a las estrellas Michelin y a los equipos de personas que hay detrás y que no sólo ejecutan en el momento, sino que emplean horas, recursos y años de estudio y formación. En el país con más variedad gastronómica del mundo hacemos alarde a lo largo de toda nuestra geografía y posiciono desde aquí a España en el primer puesto. Pero yo hoy vengo a postrarme con todo mi ser de tres cifras de peso ante uno de los verdaderos pilares de nuestra gastronomía: el menú del día. Ese que por menos de lo que cuesta un gin-tonic premium, te da primero, segundo, pan, bebida, postre y café. Y aún te preguntan si quieres repetir. Una oda a la economía, al ingenio y, por qué no decirlo, a la magia negra, blanca y de todos los colores de la cocina casera. Porque hay que tener superpoderes para inventar cada mañana, con cara de «esto no me lo invento yo, lo hace mi suegra», un arroz meloso, un estofado que huele a infancia y un flan de café que entra sólo, para luego tomarte el café y a seguir currando. Pero lo más alucinante no es sólo el precio (ese milagro contable que sólo ellos entienden). Lo realmente heroico es renovar el menú a diario sin perder el alma ni la cuchara de madera. ¿Que ayer hubo lentejas? Hoy, lasaña. ¿Que sobra pollo? Mañana, croquetas. Si eso no es economía circular que baje la Ministra de Transición Ecológica y lo vea. Los cocineros del menú del día son artistas del equilibrio: entre el sabor y el presupuesto, entre lo tradicional y lo práctico, entre la pereza de pelar patatas y la dignidad de un puré casero. Y todo ello con ese ritmo frenético que da el reloj cuando hay cola de obreros, comerciales, jubilados y algún hipster infiltrado buscando comida de verdad y hay que rotar las mesas tres veces para que la cuenta salga. Y no os digo nada cuando los equipos van justos y han sacado el servicio entre dos personas en la cocina y dos en el comedor. Hay que volar. Y con buena cara y sin un descuido. Desde aquí, toda una ovación multitudinaria a los que hacen del filete empanado una caricia, de los guisos una bandera, y del menú del día una institución nacional. No es glamour, es gloria. Y huele requetebién al entrar. Larga vida al menú del día. Y que nunca falte el pan para mojar.