El miércoles de Ceniza comienza el período de Cuaresma con el que el cristianismo rememora los cuarenta días de ayuno, abstinencia y retiro en el desierto con que Jesucristo se preparó antes de comenzar su vida pública.
La semana comenzará con las fiestas de Carnaval, previas al rigor cuaresmal. Algunos antropólogos relacionan las celebraciones carnavalescas con las fiestas saturnales o dionisíacas de la antigua Roma. Incluso hay quien encuentra su origen muchos siglos antes, en las ceremonias en honor a Apis en el antiguo Egipto.
Pero no tenemos una evidencia historiográfica unánime de los carnavales hasta el siglo XIII. Y siempre dentro de la cultura europea que hunde sus raíces y su identidad en el cristianismo.
Lunes, martes y miércoles de Carnaval eran días de permisividad, de asueto, de libertad y de excesos, periodo de carnes tolendas, antes de la cuarentena cuaresmal que invitaba a la reflexión y al sacrificio e imponía a los fieles creyentes una vida de oración y privaciones.
Ni siquiera las sucesivas pestes del siglo XIV que diezmaron a la población europea acabaron con el Carnaval, una espita a los rigores de la vida cristiana en el medievo. A la vez que los clérigos gritaban penitenciagite (arrepentíos) y llamaban a la purificación del alma a través de las privaciones y de la oración, para ganarse un sitio en ese cielo que compensaría del dolor en la vida terrestre, aparecían también los irreverentes grupos de las danzas de la muerte que, ante lo efímero de la existencia humana y sin la seguridad del bálsamo celestial, invitaban al despendole y a los excesos con la bebida, la comida y el sexo.
Ni la peste pudo con el mardi gras. Sólo hay que fijarse en las máscaras venecianas provistas de largos apéndices nasales para colocar plantas medicinales y aromáticas que ahuyentaran a la enfermedad.
El Arcipreste de Hita representó esos días de transición entre el desmadre y la austeridad con una inteligente alegoría bélica en la que se enfrentaban los ejércitos de carnes y chacinas de Don Carnal con las huestes de pescados y crustáceos de Doña Cuaresma, que acaban imponiéndose el miércoles de Ceniza.
El poeta recogía el mensaje oficial de la Iglesia: La cuaresma, época de ayuno y privaciones, se sintetizaba en los hábitos gastronómicos. Pero la Iglesia se mostraba mucho más precisa en su doctrina: No sólo había que evitar el consumo de caza, corderos, embutidos…La carne simbolizaba cualquier placer al que estuviéramos atados (alcohol, sexo, caprichos mundanos). Privarse de los deseos purificaba el alma de los creyentes. Larra, el genial inventor del periodismo moderno, afirmaba en uno de sus espléndidos artículos que en España todo el año era máscara y carnaval. Denunciaba la creciente impostura de la clase política del país en los albores del siglo XIX. ¡Qué no hubiera escrito hoy el Fígaro si viviera entre nosotros!
Hoy parece que celebramos carnavales todo el año. La mayoría de la gente desconoce el origen de las fiestas ni su sentido. Las ven como un festejo más para transitar entre Navidad y Semana Santa, a la espera de los Sanjuanes y las vacaciones de verano.
Hay ciudades que fantasean con celebrar un carnaval permanente, como una atracción turística más. Cádiz apunta en ese enfoque. No tengo nada que objetar a que el jolgorio se convierta en un negocio. Río de Janeiro o Venecia ya convirtieron sus carnavales en una industria de Brasil o del Véneto. Pero echo en falta que esos días de desmadre no vayan acompañados de una reflexión posterior sobre lo fútil de nuestras vidas.
Supongo que los cristianos practicantes seguirán concibiendo la Cuaresma como tiempo de sacrificio, purificación y meditación.
Pero la creciente sociedad laica debería encontrar también algún momento para tomar conciencia de la fragilidad humana y no enmascarar cualquier dolor bajo los ropajes de la fiesta continua.
«Pulvis es et in pulverem reverteris». No creo que sea necesario traducirlo. ¿O sí?