Mikel Garciandía

Carta del obispo

Mikel Garciandía

La Carta del obispo de Palencia


Sobre el amor en tiempos incrédulos

14/07/2024

De entre los servicios que nos toca a los obispos, algunos desbordan el ámbito de la diócesis. Desde hace años, las iglesias de Castilla León trabajan coordinadas muchas áreas de la pastoral. Y a mí me ha correspondido trabajar el área de familia y vida. Entre los días 4 y 7 de julio, se ha celebrado el encuentro nacional en la preciosa casa de congresos que tienen los agustinos en Guadarrama. El tema ha sido, La pastoral de la vida humana, a la luz de la declaración Dignitas infinita. 
Delegados de familia de muchas diócesis españolas trabajaron con hondura y han compartido experiencias y tomado impulso para seguir luchando. En concreto, las 11 diócesis queremos trabajamos coordinados para abordar la situación de tantas parejas en crisis.
El Papa Francisco, cada miércoles ofrece unas catequesis siempre iluminadoras, y en concreto ahora ha escogido como tema El Espíritu y la Esposa -la Esposa es la Iglesia-. El Espíritu Santo guía al pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza». El 29 de mayo, comenzaba haciendo alusión al texto del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era informe y estaba desierta, las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas (Gn 1,1-2). El Espíritu de Dios se nos aparece como el poder misterioso que hace que el mundo pase de su estado inicial informe, desierto y sombrío a su estado ordenado y armonioso. Porque el Espíritu crea la armonía, la armonía en la vida, la armonía en el mundo. En otras palabras, es Él quien hace que el mundo pase del caos al cosmos, es decir, de la confusión a algo bello y que permanece ordenado. Este es, de hecho, el significado de la palabra griega kosmos, así como de la palabra latina mundus, es decir, algo hermoso, ordenado, limpio, armonioso, porque el Espíritu es la armonía». La vocación de la familia y del matrimonio, consiste exactamente en  esto: colaborar con el Espíritu Santo, para que el designio de Dios Padre y de su Hijo se pueda cumplir. 
El filósofo Ángel Barahona, en un artículo titulado Sobre el amor en tiempos incrédulos, nos ofrece unas certeras pinceladas acerca de nuestra situación. Lo que el filósofo llama corriente mimética de nuestra cultura, ese anhelo romántico de tocar lo sublime y fijarlo para siempre, en realidad supone un descrédito del amor verdadero, genera infantilismo que perpetúa la inmadurez, inseguridad y prevenciones a la hora de establecer cualquier relación. Vivimos el espejismo de creernos autónomos y de que el otro nos pertenece. Confundimos amor y placer, con lo que el otro va quedando erosionado, se enfría la pasión, y se genera la pérdida irreparable del otro como don, como regalo.
Al banalizar el deseo, la afectividad se vuelve exigente porque es necesidad y se pierde la gratuidad que es la esencia de toda relación. Aquí la visión cristiana puede aportar su sabiduría: para amar al otro, es imprescindible amarse a sí mismo, no como Narciso, sino como Dios nos ama, incondicionalmente. Como en tantas otras facetas, el Espíritu nos invita a cambiar de paradigma: pasar de una cultura onanista centrada en la perfección, que ha perdido de vista el desorden y la vulnerabilidad del deseo, a reconocer que somos pobres y estamos heridos. Mayo del 68 había establecido una férrea dictadura cultural a la que hay que contestar diciendo que reservarse es perder, y donarse es ganar. Frente a un mundo policial, hiperlegalista y fariseo, otro donde la misericordia y el servicio tejen comunidad y compromiso. El matrimonio es una vocación hermosísima: porque se trata de un aprendizaje, un proyecto común dinámico en el tiempo, una tarea con una meta, pero sin caminos trillados. El matrimonio requiere un continuo anatema con el dinero, con los afectos externos, y con los proyectos que excluyan al otro. Tantas veces la relación misma no es más que un castillo narcisista con expectativas y exigencias de adoración, donde el otro, es un competidor narcisista que no ha sabido apreciar mi divinidad. 
En definitiva, me focalizo más en la rivalidad que en el otro. La obsesión por conseguir la igualdad no es fecunda, la comunión sí. Del amor romántico de estar al lado, al amor real de estar en frente, de confrontar, diciendo al otro y mirando al otro como Dios lo hace. Así aletea el Espíritu sobre el caos informe, y lo recrea. Amar esa fragilidad es ya el cielo. ¡Preciosa vocación!