Julio César Izquierdo

Campos de Tierra

Julio César Izquierdo


AzaRES

25/05/2024

Había una vez un anciano llamado Melchor que vivía en un pequeño municipio al borde de una meseta semidesértica. Un personaje muy conocido por su habilidad para forjar las mejores herramientas de la zona. Su taller estaba lleno de martillos, yunques y todo tipo de metales brillantes. Pero había una que guardaba con especial cariño: su azada. Sí, muy diferente a cualquier otra, completamente transparente, sin los colores ni la textura que se suponen. Cuando la sostenía, parecía que estaba sujetando el aire mismo y los habitantes del lugar se burlaban. Decían que no tenía utilidad, que era solo un adorno extravagante, muy ajustado a la personalidad del dueño. En fin, lo de siempre. Lo cierto es que él la había heredado de su abuelo, quien a su vez la había recibido de su bisabuelo. La leyenda decía que ella tenía el poder de revelar la verdadera naturaleza de las cosas. Pero un día incierto, la sequía asoló la región. Los campos se marchitaron, los animales enfermaron y la gente sufría. Melchor decidió usar su azada para encontrar un remedio. Se adentró en el desierto con la herramienta en mano. Caminó durante días, bajo el sol abrasador, hasta que llegó a un oasis escondido. Allí, Melchor encontró a un señor sentado junto a un pozo. El hombre le explicó que era el guardián del pago y que tenía el poder de controlar el agua, aunque había otro problema: su piel era tan seca como la tierra. No podía tocar el agua sin que se evaporara al instante. Melchor miró su azada transparente y supo qué hacer. La sumergió en el pozo y la sacó llena de agua. Luego, la ofreció al anciano. Al tocar la jada, su piel se volvió suave y fresca. Así, pudo beber del pozo y revitalizar el oasis. El anciano agradeció el gesto a Melchor y le reveló la verdadera naturaleza de la azada. No era solo un aparejo, sino un símbolo de compasión y generosidad. Melchor la había usado para ayudar a otro ser humano, y eso era lo que la hacía especial. Desde entonces, el almocafre de Melchor se convirtió en un símbolo de esperanza para el pueblo. La gente dejó de burlarse de él y comenzó a valorar su habilidad para ver más allá de las apariencias. Ahora, nuestro protagonista sigue forjando nuevas fórmulas a golpe de puro corazón cargado de vida.

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