Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


CASTAÑAS

23/06/2024

He disfrutado un par de días de asueto en el Bierzo. He vuelto a visitar Las Médulas. Impresionante el paisaje. En mi anterior visita hace más de treinta años, aún no había sido declarado patrimonio de la Humanidad y cada visitante campaba a su capricho por los parajes dejados por la milenaria explotación aurífera de los romanos. Hoy Las Médulas están cuidadas, los senderos señalados y aparecen zonas acotadas o de acceso restringido. El parque acoge una media de 2000 visitantes diarios. Los castaños lucían rebosantes de fruto, esperando una inminente recolección. «Dejan importantes réditos a sus dueños», me informó un joven que recogía los restos de papeles y plásticos tirados por algunos desalmados.
De vuelta en Palencia, llevo varios días viendo junto al río Carrión a una mujer de unos cuarenta años que camina con una mochila colgada al hombro en la que mete las castañas que recoge del suelo. En Palencia abundan los castaños de titularidad pública que adornan las orillas de caminos y cauces. Pero esas castañas no son comestibles. El fruto del castaño de Indias, a pesar de su semejanza con la castaña peninsular, es indigesto y no apto para el consumo humano.
El ultimo día que me cruce con la mujer, iba acompañada por un niño pequeño de cinco o seis años. El crío estaba sentado en un banco y comía, goloso, con esa cara de satisfacción que sólo muestran los inocentes, un racimo de uvas negras.  En plan sabidillo abordé a la mujer y le indiqué que esas castañas no eran comestibles.
«¡Cómo no voy a saberlo! Mi madre ha sido castañera».
Me aclaró que recogía las castañas para componer un ungüento que resultaba un remedio fantástico para las varices y las hemorroides debido a su poder antinflamatorio.  «Es una receta que me confió mi madre. Todos los años recojo estos frutos y preparo varios tarros de crema que suelo regalar a mis vecinos y conocidos. Pero también me gustan las castañas comestibles. Ya he empezado a comprarlas para elaborar postres y otras recetas gallegas».
Se llamaba Camila y era hija de una gallega, ya fallecida, que acostumbraba a atender un puesto de castañas asadas en la calle Mayor. Tenía una historia fascinante. El padre de Camila abandonó su aldea natal en el norte de Lugo cuando fue consciente de que el minifundio de su familia no era suficiente para proporcionarles un futuro a él y a su hermano mayor, ya casado. Tuvo la fortuna de que los estudios de Formación Profesional que había cursado en Mondoñedo le facilitaron un puesto de trabajo en la recién inaugurada factoría de FASA Renault de Palencia. 
Y se trasladó junto con su novia de Fonsagrada a la capital castellana donde nacería poco después Camila. La familia gallega acudía todos los veranos a la aldea lucense de sus ancestros. Camila hablaba gallego en casa con sus padres y lo perfeccionaba en las vacaciones estivales charlando con los tíos y vecinos de la aldea. Todo cambió a raíz de la muerte de su tío. La esposa se volvió una mujer huraña y sin ilusión por la vida. Las visitas a la aldea gallega se fueron distanciando hasta desaparecer o quedar limitadas a un encuentro anual en Navidad. 
Camila había disfrutado de una infancia perfecta en la aldea de sus abuelos donde se había impregnado de un galleguismo cultual al que no pensaba renunciar. En Palencia había estudiado Magisterio y ejercía como profesora en un colegio de la capital. Su marido era castellano. Su hijo  a duras penas entendía la lengua gallega, a pesar de que la madre le hablaba casi siempre en el hermoso  idioma de sus antepasados.- ¿Ya no vais a Galicia?, le pregunté.
-Sí. Siempre que podemos. A mi marido le encanta mi tierra.  Acudimos a la costa, a los sitios típicos de veraneo. Mi tía prefiere su soledad y no queremos molestarla. En la costa es difícil imbuirse de cultura gallega. El turismo lo transforma todo. Pero intento que mi hijo no olvide sus orígenes. Quiero que se sienta palentino, pero con sangre gallega y que muestre orgulloso su doble herencia cultural.
Seguí mi camino. Me despedí de la mujer que siguió recogiendo castañas, ahora ayudada por un hijo. Seguro que por la noche Camila elaboraría con las castañas compradas en la tienda de su barrio alguna de las recetas de su madre. Me imagino a la familia gustando un postre de castañas cocidas en leche y al niño con la misma cara golosa que mostraba cuando comía el racimo de uvas a orillas del Carrión.