Fernando Pessoa escribió el poema LISBON REVISITED en 1920. El vate lusitano utilizó la personalidad de su heterónimo Álvaro Campos, la voz poética que más me atrae de este gran simulador portugués.
Lo escribió queriendo transmitir las sensaciones que le producía la capital portuguesa después de largos años de ausencia en Sudáfrica. Trataba el poeta de buscar en la Lisboa de los años veinte los recuerdos de la ciudad de su niñez. La búsqueda de imágenes perdidas confiere al poema una fuerte melancolía y nostalgia por el tiempo perdido. Pessoa no consigue encontrar el azul de su infancia, la luz prístina de su niñez.Pretendo con descaro imitar al poeta luso en esta columna. También trato de recuperar los momentos felices de mi infancia, cuando en verano acudo periódicamente a comer con la familia en el pueblo de mi niñez.
Cuando revisito Las Cabañas de Castilla, casi siempre sigo el mismo protocolo. Acudo al cementerio a orar a mi padre, paseo por las orillas del Canal de Castilla (la ría, para los vecinos) y termino sentándome en algún banco de la loma en que se asientan las bodegas del pueblo.
Realmente no veo nada de las imágenes que me trasmite la aldea (una pequeña localidad anodina en el limite de Tierra de Campos, que destaca por su torreón medieval y una imponente iglesia, desproporcionada para los pocos feligreses que la utilizan en la actualidad). No es el pueblo más bonito de la provincia, aunque así lo creamos, con una pasión irracional, los que allí nos criamos.
Sentado en mi estrado disfruto de una panorámica global del pueblo. Veo con los ojos del pasado el tren que se acerca a la estación del ferrocarril, arrastrado por una máquina de vapor, con estruendo y escandalosos pitidos que avisan de su proximidad. El jefe de la estación saluda al maquinista y da la orden de salida, una vez que los escasos viajeros se han apeado en el andén. Unos pocos se quedarán en Las Cabañas, y los más se dirigirán a Santillana de Campos, localidad vecina, separada por una carretera de piedras recién apisonadas.
Veo el castillo, ruinoso, donde tantas veces acudí con mi tía Beni para visitar a las ancianas ciegas que lo ocupaban en pago a sus servicios como criadas de la familia noble de los propietarios.
Veo la toja, junto al torreón, donde tantas veces atrapé renacuajos y ranas, donde tantas veces chapoteé descalzo, donde tantas veces me deslicé por el hielo cuando las heladas de invierno lograban un grosor suficiente de agua congelada. Veo las eras con las parvas de la cosecha, veo los trillos y las reatas de mulas que ayudan en las faenas el campo.
A lo lejos contemplo las pequeñas lomas que separan los campos de cultivo de la vecina localidad de Lantadilla.
Y, en medio, el agro, salpicado de pequeños huertos, de majuelos minúsculos, de humedales como Carriosorno, de paraísos como Fuentequillén, de locus amoenus como la fuente de San Pedro. Veo las escuelas, con filas de niños que esperan la orden de sus maestros para ocupar sus destartalados pupitres. Veo los raquíticos árboles plantados frente al colegio. Son acacias resistentes al secarral de Tierra de Campos.
Veo a mis vecinos haciendo un receso en sus labores y subiendo a las bodegas para compartir almuerzo y soñar con un año agrícola próspero.
Veo la línea verde del Canal de Castilla. Me veo pescando peces con mi tía Pura o cangrejos con mi padre. Me veo desnudo bañándome en la curva que la ría traza frente a Santillana de Campos, «el recodo» como la denominamos los lugareños.
Todas esas imágenes se amontonan cuando visito mi pueblo y recuerdo la inmensa felicidad de mi infancia, siempre corriendo, siempre jugando, buscando nidos, cogiendo grillos, escalando a los árboles del plantío del ejido, explorando las bodegas en ruina semiabandonadas por sus propietarios.
Nada queda de esos recuerdos. Por eso, como a Pessoa su Lisboa natal, también la ensoñación de mi niñez me produce melancolía. Yo también ando buscando el azul intenso de mis primeros años de vida. Hace años que no para el tren. No existen las choperas, ni las fuentes, ni los majuelos, ni los niños, ni la escuela…
Como el ciborg de la película Blade Runner, pienso que todas estas imágenes y emociones que atesoro desaparecerán conmigo «igual que lágrimas en la lluvia».