Cuando camino por el Paseo de la Julia, a orillas del río Carrión, me suelo cruzar con Luis, un hombre mayor que anda a buen ritmo y que sólo abandona su rutinario ejercicio los días de lluvia.
Una mañana, tras saludarle y comprobar que íbamos en la misma dirección, paseé varios kilómetros a su vera. Luis, un hombre solitario, ha dedicado su vida laboral al oficio de enterrador. Al principio, en el camposanto. Años más tarde, en una funeraria, transportando féretros en el lucrativo negocio de los decesos.
«Mi paseo diario termina siempre en el cementerio, donde me reúno con mi mejor amigo que, como funcionario municipal, se ha encargado toda su vida de que la necrópolis luzca un aspecto impecable», me informa.
En azar ha condicionado su vida. Luis se educó en el seminario, pero, a diferencia de la mayoría de sus compañeros, no abandonó los estudios eclesiásticos para ingresar en la universidad al acabar Bachillerato. «No tenía clara mi vocación sacerdotal, pero tampoco me dominaba la pulsión por el sexo femenino que empujaba a la mayoría de mis compañeros a abandonar el seminario. Así que seguí por inercia tres años. Inicié estudios de filosofía y teología», explica. La muerte del padre, un administrativo autónomo que gestionaba cuentas de varias pequeñas empresas palentinas, obligó a Luis a dar un giro radical a su vida. Su madre quedaba desamparada con una mísera pensión de viudedad. Era necesario que el seminarista abandonara los estudios y se pusiera a trabajar. Luis, que seguía sin desarrollar una clara llamada al sacerdocio, se acogió al primer empleo que le propusieron. Una plaza vacante de mantenimiento en el cementerio de la ciudad. Gracias a la influencia de Don Moisés, sacerdote del camposanto y director espiritual del estudiante, el puesto de trabajo se adjudicó al seminarista. Luis pasó de estudiar teología al oficio de enterrador. Cavaba tumbas, hacia trabajos de jardinería, limpieza y mantenimiento de los sepulcros y ganaba un salario con el que ayudar a su madre a salir de la penuria en que la había sumido la muerte del marido.
«Diez años en el cementerio. Allí conocí a mi mejor amigo. Julián ya se ha jubilado, pero nos vemos todos los días. Nos gusta pasear entre las tumbas y mausoleos. La necrópolis nos proporciona paz, calma y seguridad», señala.
A los cincuenta años cambió de trabajo. Le ofrecieron servir como conductor y asistente de un coche fúnebre. Mejor sueldo y menor exigencia física. Lo aceptó y ejerció como empleado de una empresa funeraria hasta la jubilación.
-¿Cómo afectó tu trabajo a tu vida social?
-Mucho. En la época en que todos buscamos una pareja para formar una familia, todas las chicas me rechazaban cuando conocían mi oficio. «Lagarto, lagarto» me repetían. Preferían pasar sus vidas junto a alguien que no les recordara a diario su destino final. De espaldas a la muerte. Me refugié entonces en mis compañeros de trabajo, todos sin pareja, y acepté mi soltería si demasiados traumas.
-Habrás visto muchas situaciones grotescas, cómicas incluso, en tan tétrico oficio, ¿no?
-Ni te imaginas. Dicen que se conoce a los matrimonios en los divorcios, y a los hermanos en las herencias. No sé si será cierto lo primero. Es irrefutable lo segundo. He presenciado disputas violentas con el cuerpo aún caliente del fallecido. He visto funerales en que se hacía elogios al muerto en una esquina a la vez que, en otro rincón, se hablaba de la suerte de la esposa con el infarto del marido. Todas las debilidades humanas aparecen en los funerales. Todos sin excepción desean que los ritos concluyan pronto para salir huyendo del lugar y pasar página.
-¿Tienes alguna anécdota curiosa?
-Las que conoce todo el mundo. Música de heavy metal o de ópera en homenaje a fallecidos melómanos, botellas de cava o coñac que se meten en el féretro copiando gestos repetidos en entierros de famosos como Poe o Van Morrison… Pero lo más curioso lo viví asistiendo al funeral de un catedrático de latín. Al enterarse la familia de mis años de estudio en el seminario y conocedores de que el fallecido leía textos clásicos hasta el día de su muerte, me rogaron que recitara algún poema latino en el funeral laico del profesor. Acepté recitar una hermosa oda de Horacio en la que el vate hace un alegato sobre el poder igualatorio de la muerte. Me arranqué ante el féretro con los hexámetros del bellísimo poema: «Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres». Nadie entendió nada. Salvo el muerto, supongo. Me despedí de Luis cuando tomó el desvío hacia el camposanto palentino. Su historia, su melancolía, su hablar culto y educado me transmitieron una grata sensación de paz.