Esta mañana iniciaba mi columna del jueves próximo. Encontré un artículo que Marcelino García Velasco dedicó a Ursi, amigo desde que, un buen día, visitamos su museo, y aquellos dos hombres que eran símbolo de llaneza y falta de presunción, se hicieron buenos amigos. Yo observaba cómo sus palabras, igual que río de curso tranquilo y refrescante, lograban altura dentro del magnífico edificio de la casa-museo y, cada frase, guardaba su turno para hacerse entender como si aquellas dos personas tuvieran todo un mundo de cosas que contarse el uno al otro; sin prisa. Quizá, una especie de oración, que se hacía entendible en la voz de uno y otro, sin premura de tiempo, como si la vida les hubiese dado ese regalo de encontrar a un ser con quien se puede dialogar desde el preciso instante en que se descubre su existencia. Del artículo Palabras apresuradas para Ursi transcribo: «Y un día -hace ya mucho tiempo- supimos que el Sur de esta provincia, larga como la caña del centeno, que allá en el Norte, dentro del valle de Santullán, un hombre, corto de talla, que hacía tañer sus manos, toscas como música de chopo, sacaba al aire la fortaleza del roble, la dureza del olmo, el brillo del espino y los convertía en luz que el viento afilaba para dejar en la llanura alta de los ojos limpios toda la libertad que guarda un árbol, toda la nobleza que bulle en la humildad. Estoy hablando de Ursi».
Yo, personalmente, lo conocí muy tarde. No su obra que la sabía de memoria desde que un día Santiago Amón me acercó su hermosura con aquella palabra sabia y convincente de predicador a quien hurtaron el camino del púlpito. Y como fue minero, avezado a las galerías interiores, perito en oscuridades, se convirtió en sembrador de luz desde las sombras para darle sabor a la verdad y, ya real, se quedara sin tiempo. Y de los árboles, del cerne de los árboles, salieron los mineros que habían sido compañeros de sudor alzando al aire el peso de sus manos menesterosas de paz, sus manos que bien podrían dar un vuelco al aire mientras triunfaban en las espaldas curvas del minero la derrota y el poderío.
De algunos troncos muertos que Ursi buscaba por los montes, amaneció la vida, tomó vuelo y altura, dimensión. Solo con sus manos de artista.