Queridos lectores, paz y bien. Los seguidores de Jesús hemos recibido la invitación de adentrarnos en el desierto. Hoy, en nuestras comunidades, se proclama el evangelio de las tentaciones de Jesús: «en aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo». Resulta extraño para nosotros, que tendemos tantas veces a espiritualizarlo o a materializarlo todo, ver cómo es el propio Espíritu Santo el que aleja a Jesús del escenario de su vida pública, y lo lleva al lugar donde el silencio y la soledad resultan tan amenazantes y peligrosos.
Decía el poeta Hölderlin que allí donde el peligro aumenta, también lo hace la salvación. Contrasta su visión con la de nuestro mundo, empeñado en una especie de ingeniería que pretende llevarnos a paraísos artificiales: un mundo de individuos sin sufrimiento, en un universo cableado, hiperconectado. En una sociedad maniquea, no hay lugar para tejer una historia y un proceso, y en un mundo consumista, la instantaneidad de los estímulos compulsivos sofoca nuestra realidad de seres humanos en camino.
Dios nos primerea, como suele decir el Papa Francisco, y nosotros podemos secundar las huellas de su Hijo Jesucristo. En este caso, el Espíritu Santo también desea conducirnos al desierto, allá donde las confusas voces que nos entretienen se mitigan, y aflora en el silencia la ambigüedad dramática del corazón humano. Y ¿por qué aventurarnos en el desierto, si justamente ahí aflora todo aquello a lo que le damos la espalda y ocultamos en nuestros activismos y evasiones? Porque hay mucho en juego, porque somos pasajeros en el tren de la vida, es decir, personas de paso.
Justamente por ello, podemos asumir la tensión que implica vivir, tensión desgarradora entre nuestro deseo de la alegría en la verdad y la amistad, y la constatación de que un día moriremos. Jesús acepta ser rodeado por la tiniebla y por el silencio, porque ha venido para luchar y vencer por nosotros. Porque sabe lo siguiente: para que podamos elevarnos, nos hace falta un cielo, capaz de romper todos los techos de cristal que nos impiden crecer. Aspiramos a una alegría que todavía no nos ha poseído verdaderamente, y ya estamos cansados de seguir señuelos que nos agotan y decepcionan, y necesitamos señales verdaderas.
Jesús y su Espíritu nos señalan el desierto. Entre la barbarie que nos invita a divertirnos y consumirnos, la genuina humanidad y divinidad del Maestro nos invita a cultivarnos y consumar nuestro ser. Y para ello no caben salidas mágicas ni prefabricadas. El camino cuaresmal es la genuina aventura que nos cabe a quienes queremos confiar, esperar y amar. Sólo adentrándonos en el desierto aprenderemos a distinguir entre la seductora voz del enemigo, o la inspiradora voz del amigo: «si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan».
Qué fácil se lo pone el diablo a Jesús. Un ¡chas!, y mágicamente toda hambre y necesidad superadas. Nada interfiere en el infinito poder de Dios. Estoy convencido que los cuarenta días que nos llevan a la Pascua, a la Resurrección tienen lecciones preciosas para cuantos tenemos ofuscada la verdadera imagen de Dios. Jesús destruye todas las falsas maneras religiosas de afrontar la realidad: «te daré el poder y la gloria de todo esto... si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo». Qué fácil nos lo pone Satanás. «Tírate a este abismo y nada te pasará».
Y Jesús vence, y ojalá que nos convenza de que únicamente la adoración genuina al único Dios diluye las idolatrías que nos agobian y que crecen allá donde el ruido y las prisas, el miedo y la confusión nos aplanan. Nada mejor que adentrarnos en el desierto de la mano del amigo para aprender de él la gramática de nuestro corazón, y distinguir entre inspiraciones y seducciones.
Nada tiene que ver el ser personas inspiradoras, personas vitamina para los demás, o ser seductores, es decir, personas que quieren arrastrar a los demás a su control y dominio. Lo que media entre unos y otros es el haber superado la prueba, haber sorteado el peligro y haber llegado al otro lado. Cuaresma, o la genuina aventura del peregrino, que ya habita la verdad de su ser, y honra al que le ha creado y salvado. De entre todas las solicitaciones de atención que nos llegan, ojalá tengamos el coraje de seguir su voz. De noche, iremos de noche, que, para encontrar la fuente, sólo la sed nos alumbra. ¡Santa Cuaresma!