Se fue la Semana Santa empapada y triste en toda España, en la que pasos y cofrades lo intentaron todo con el corazón en el puño de la devoción y el amor. Nuestras tradiciones están cargadas de una ilusión que merece la pena vivir. La de las procesiones nos llega como una renovación de un carnet de identidad, como una realidad que se oculta tras todas las alegorías, metáforas y símbolos que sostienen una fe que por su propia esencia debe ser ciega y sorda, ya que el gran misterio no lo resuelve la razón. El mal tiempo, eso sí, nos dio la posibilidad de seguir las retransmisiones por TV que fueron esplendidas, entretenidas y valiosas, tanto en las imágenes que iban explicando como en las agradables tertulias. Un acierto. A veces sentimos que la vida es una loca que nos ata con su larga soga cada amanecer, tirando siempre de nosotros, a veces con suavidad, otras llevándonos a rastras; tira a veces como si hubiera perdido el juicio. Tira para doler y también para gozar. «Harto trabajo es el vivir», decía la Celestina en la memorable obra de Fernando de Rojas, «desean llegar allá porque llegando viven, y vivir es dulce, y viviendo envejecen. Así que el niño desea ser mozo, y el mozo, viejo, y el viejo más, aunque con dolor». Nosotros no nos soltamos de la loca porque aunque no la entendamos, el deseo de vivir es mucho más feroz que el dolor que nos depara. Porque es un regalo y una promesa. Y a ella nos amarramos. Y porque nos envuelve la gran señora de la creación, la naturaleza, con su belleza y su desdén aristocrático, mirándonos desde arriba, dándonos el pan y el descanso, el aroma y el murmullo del agua, los brotes de sus frutos reventones en cada primavera, los aromas que enardecen el viento y que tanto placer nos regalan. La lluvia y el sol. Aunque también nos castigue cuando sus elementos revientan las costuras débiles del hombre, y sucumbimos a sus adalides devastadores. La loca soga tira y tira, porque en el camino de arrastre, hemos aprendido a amar los árboles y el mar; la música de la alegría, los anocheceres tibios del verano, las cosas: ese desayuno en la taza preferida, el rincón de los libros, el hogar ... Y, sobre todo, a los niños y a los mayores a los que amamos; familiares y amigos con los que quisiéramos eternizarnos. Y cada primavera amanece con La Pascua, para volver a nacer en este gran misterio de vida y muerte. Quizás deberíamos agradecer a la loca que tire de nosotros con esa fuerza a pesar de que en su afán a veces nos haga daño. Todo por vivir, con la esperanza que nos abriga el cristianismo.