En el corazón de una urbe olvidada por el tiempo, moraba un felino de pelaje tan oscuro como el ébano, conocido entre los mortales como Apache. Su figura esbelta se deslizaba entre las sombras como un espectro en la penumbra. Los habitantes del enclave, con sus mentes nubladas por supersticiones ancestrales, veían en él la encarnación de augurios nefastos. Era el paria, el proscrito, el ser al que se le atribuían todos los infortunios, desde la más leve desventura hasta la más calamitosa adversidad. Mas el noble Apache, imperturbable ante la animadversión y la persecución, se mantenía inquebrantable en su esencia. No había piedra lanzada con desdén ni ladrido amenazante que pudiera hacerle renegar de su naturaleza intrínseca. Era el guardián silente, el observador oculto de los mil misterios que se entretejían bajo el manto estrellado. Su andar era una danza, un poema sin palabras que recitaba con cada paso, una oda a la libertad inalienable de su espíritu. Una velada, bajo el fulgor argentado de Selene, Apache se topó con una venerable anciana, cuya mirada destilaba la bondad de los cielos. Con manos temblorosas pero llenas de cariño, le ofreció un manjar digno de los dioses del Olimpo, un trozo de atún que olía a brisa marina y promesas de amistad. «Pequeño emisario», musitó la anciana con voz quebrada por los años, «no todos te aborrecen. Hay quienes sabemos apreciar la majestuosidad de tu ser, la elegancia de tu porte, la nobleza que reside en tu mirada profunda». Desde aquel encuentro predestinado, cada ciclo lunar, Apache y la anciana compartían un conciliábulo secreto, un intercambio de saberes y afectos. Ella le narraba epopeyas de felinos de antaño, seres de leyenda cuyas hazañas resuenan en los ecos de la historia. Y así fue como el barrio comenzó a percibir la metamorfosis. La anciana, con su saludo resonante, inició una ola de cambio. Los infantes cesaron sus agresiones, y los canes amainaron su furia. Apache se erigió en mito viviente, el gato negro que, con dignidad y gracia, desmanteló las murallas de la ignorancia y el temor. Y aunque aún había quienes susurraban «mala fortuna» a su paso, él conocía la verdad de su destino: ser el gato fiel a su instinto y raza hasta el último de sus días.