En un rincón tranquilo del bosque vivía una calandria llamada Clara. A diferencia de otras aves que disfrutaban de la libertad de volar entre los árboles y trinar al aire libre, Clara tenía un deseo peculiar: quería vivir en una jaula. Desde pequeña había escuchado historias de su abuela sobre celdas doradas, llenas de comodidades y con comida siempre disponible. La idea de tener un lugar seguro y protegido donde no tuviera que preocuparse por los depredadores o las inclemencias del tiempo le parecía muy atractiva. Un día, mientras pilotaba cerca de una casa en el borde del monte, vio una magnífica y disponible colgada en el porche. Sin pensarlo dos veces, se posó en la misma y comenzó a cantar. La dueña de la casa, una venerable anciana llamada Doña Rosa, salió al escuchar el soniquete y se sorprendió al ver la situación. «¿Qué haces aquí, pequeña calandria?» preguntó esbozando una sonrisa. «Quiero quedarme. He oído que es un lugar cálido y sin peligros». Sin más, la mujer le dejó la puerta de la jaula abierta para que pudiera entrar y salir cuando quisiera, asegurándose de que siempre tuviera agua fresca y alimento. Y al principio, nuestra protagonista estaba encantada. Tenía todo lo que había soñado y no tenía que preocuparse por nada. Sin embargo, con el tiempo, comenzó a notar algo extraño. Aunque estaba feliz y cómoda, extrañaba la autonomía de planear por las alamedas y los sotos, anhelaba el viento en sus alas y la compañía de otros pájaros. De este modo, un día, mientras miraba a través de las varillas de su nuevo hogar, vio a sus amigos navegando plácidamente por el cielo. Sintió una punzada de tristeza y se dio cuenta de que, aunque la jaula era ideal, no podía sustituir la propia esencia de su naturaleza. Y decidida, emprendió el camino de regreso. Doña Rosa, al verla partir, se alegró como nunca: «Siempre supe que volverías a donde perteneces». Clara volvió la vista atrás para agradecer la buena voluntad de su anfitriona, aprendiendo una valiosa lección. La seguridad y la comodidad eran importantes, pero nada podía compararse con la liberación de ser ella misma y vivir su destino plenamente. Desde entonces, disfrutó de cada momento en el lugar que le correspondía, según relata Tiburcio.