Hablar con una persona mayor significa, en gran parte, escuchar. Visité a una amiga en la residencia donde pasa sus últimos años. Atendida y contenta. Me decía, que las personas que atienden el trabajo no pueden dedicar un ratito a cada persona y escucharla. El tiempo es oro y quizá, no les fuera posible terminar a tiempo su tarea. Convivir es difícil. Sobre todo cuando las personas que van a la residencia, salvo excepciones, no se conocen y sus recuerdos no pueden ser medianamente entendibles o resultar interesantes para quienes comparten la sala donde ven la tele siempre puesta con programas para entretener pero que, muchas veces resultan de dormidera o aburrimiento.
De ahí que, si voy a visitar a alguna amiga de las muchas que están en privadas o en la única estatal, la que mejor funciona a pesar de que los superiores no parecen entender que el paso con sillas de ruedas es impracticable y se condena a que muchas personas pasen dentro todo el día sin poder acercarse, con un familiar, a comprar algo en la calle Mayor, cercana, y sin embargo, lejos, como si tuvieran que ir al Himalaya. Escucho. Cuenta lo que le viene a la mente. Vivió mucho.
Ese día habló de muertos. Recordó que cuando alguien moría en su pueblo, los amigos se reunían en «la casa del duelo». Se rezaba y se les ofrecía pastas y café. Y, en la iglesia, curioso modo de colocarse. Los más allegados, adelante, detrás de los cirios encendidos y los señores curas, así los nombró, al final para los «cánticos».
La familia del difunto daba dinero en metálico y en especias. El luto, riguroso, duraba tres años. «Otro día te hablaré de la matanza». Prometo escucharla -contar fue su única vía de escape- para vencer la soledad. Es bueno acompañar.