Su presencia resulta tan inevitable como desafiante. Su mirada inquisitiva halla en cada detalle, por ínfimo que sea, un motivo para la crítica o el reproche. Su refinado paladar, o así lo proclaman, se convierte en juez implacable de todo cuanto les es servido; su exasperante sentido del orden, una vara de medir insalvable, un rasero desquiciante.
No acuden a nuestros locales en busca de disfrute, sino de imperfecciones, ese es su deleite, con el propósito tácito de apuntillar cualquier supuesta cagada que mancilla su experiencia. La temperatura del vino nunca es la correcta, siempre hace calor o frío, el ruido ambiente, siempre insoportable, o incluso el más mínimo roce en el mantel desencadena un gesto de desdén. Su discurso se ve envuelto en una falsa amabilidad que es sólo la antesala de una queja inevitable y su comportamiento siempre amenaza con desestabilizar la armonía que el servicio aspira a mantener.
No se trata de una mera cuestión de gustos o de preferencias personales, que podrían en un extremo llegar a ser legítimas y comprensibles, sino de una búsqueda constante de la errata que deviene en hábito. Nunca la excelencia es suficiente y cualquier esfuerzo, por más loable que sea, se desvanece frente a su inagotable capacidad para encontrar la nota discordante.
Los camareros que se enfrentan con profesionalidad y paciencia, dignos de encomio, a los caprichos y demandas de esta singular tipología de clientes terminan cargando sobre sus hombros (y suele ser acumulativo) con el peso emocional de estas interacciones. La serenidad que requiere su oficio se ve comprometida por la necesidad de lidiar con una crítica que no aspira a construir, sino a desmoronar. Lejos de ser meros comensales, se convierten en una suerte de fiscal perpetuo, amargando con su presencia lo que debiera ser una experiencia de disfrute y hospitalidad.
Y, fíjense, que los reniegas ni siquiera serán recordados por la magnitud de sus críticas, que es desbordantemente desmesurada, sino que, aún más, lo serán por la amargura que logran inocular en la vida cotidiana de quienes, con dedicación y esmero, hacen de la hostelería su vocación.
Van al que menos les disguta, porque nada les gusta. ¿Recuerdan a la gata Flora? Pues eso.