Queridos lectores: ¡Paz y bien!
Culminamos hoy esta serie de cuatro artículos dedicados a describir los modos que tenemos los hombres y las mujeres de pasar por este mundo. Hoy la apelación es a descubrir en cada uno de nosotros al peregrino. Se trata de un modo de ser más profundo, y que nos conecta con la entraña religiosa de todo ser humano. En efecto, en la vivencia de muchas religiones, la peregrinación resulta un elemento configurador. Podríamos deducir que se trata de un fenómeno universal y que brota de la misma entraña del alma humana.
Nuestra civilización occidental hunde sus raíces en el hecho de que nuestros antepasados visitaban Roma, Jerusalén o Santiago de Compostela. Este fenómeno viene de nuestra tradición judeocristiana. El pueblo hebreo tiene su origen en Abrahán: todo comenzó cuando Yahvéh Dios llamó a Abram y Sara a salir de Ur de Caldea para encaminarse a la tierra de Canaán. Más tarde, Dios le pidió a Moisés que saliera con todo el pueblo y el ganado de Egipto para darle culto en el desierto, en el lugar que el mismo Señor les mostraría.
La liberación del poder del faraón propició la experiencia en el monte Horeb y en el Sinaí, cuando el pueblo peregrinaba en tiendas por cuarenta años. Tras la muerte de Moisés, el pueblo pudo entrar en la Tierra prometida de la mano de Josué (Jeshuáh, Salvador, nombre que tendrá en Mesías). Dios caminaba con el pueblo y habitaba en la tienda del encuentro, donde estaba el arca de la alianza con las tablas de la ley en su interior. El asentamiento definitivo se dio cuando el rey David conquistó el monte Moriáh, sede del Templo de Jerusalén. Es en ese monte donde Abrahán recibió del Señor la orden de sacrificar a su hijo Isaac.
En nuestra tradición cristiana, el fenómeno de la peregrinación es temprano. Eclosionó cuando llegaron a su fin las persecuciones contra los cristianos. Mujeres como la peregrina Egeria, fueron a Tierra Santa para visitar Jerusalén y los santos lugares allá por el siglo IV, siguiendo las huellas de Santa Helena. En el siglo V y VI, los fieles cristianos visitarán los sepulcros de Pedro y Pablo, de Sebastián y Cecilia en Roma, de Águeda en Catania, de Martín en Tours, y entrarán en las cuevas o subirán a los montes del Arcángel Miguel en el Monte Gargano, Sacra di San Michele en Piamonte, Normandía, Aralar y muchos lugares más.
Las reliquias de la pasión de Cristo, como la sábana y el sudario, fragmentos de la cruz y de la corona de espinas, o el cáliz, serán celosamente custodiados de la persecución iconoclasta, de los persas o de los musulmanes y son hoy accesibles en tantos santuarios, catedrales, monasterios e iglesias. La devoción mariana será otro punto de referencia en todos los países de la cristiandad medieval y moderna.
El cristianismo no es una religión del libro, sino de la Palabra, y esa Palabra es para nosotros y para el mundo, Jesús de Nazaret. Hoy es posible pisar los mismos senderos por los que pasó Jesús, como cuando descendemos del monte de los Olivos para subir al Templo por las escalinatas recién excavadas del torrente Cedrón, cuando entramos en el cenáculo o descubrimos en el enlosado de la Torre Antonia grabado en la losa, "el juego del rey", con el que los soldados romanos se repartían las vestiduras de los reos de muerte. Es imposible que al peregrino no le embargue la emoción al sentir que el Peregrino que hace dos mil años salió del seno del Padre pisó este mismo suelo, murió en el monte Gólgota y resucitó en el jardín de al lado.
Antes de llegar a la Gloria, los peregrinos a Santiago hallamos un pórtico en la catedral de Compostela, en el que el Maestro Mateo nos invita con los veinticuatro ancianos del Apocalipsis a con-templar, es decir a afinar los instrumentos con los que vamos a tocar la música del cielo. Los tenemos desafinados o des-templados, y la tarea de esta vida es poner a punto nuestros corazones y nuestras vidas. Cuando celebramos, anunciamos, servimos y amamos como Jesús nos enseñó, acercamos y adelantamos el Reino de Dios. La peregrinación no termina en Compostela. Dejamos de andar el camino y comenzamos a hacer Camino. Somos los mismos, pero ya nunca seremos lo mismo: nos ha cambiado el corazón y vemos en toda persona una hermana, un hermano, compañeros hacia la Casa del Padre.