Me he cruzado varios días en mis paseos por los jardines del Salón con Carolina, una mujer de unos ochenta años. Casi siempre la encuentro realizando las maniobras pertinentes para acomodar su leve cuerpo en un banco y descansar. Hemos acabado saludándonos con un gesto amable. Una mañana soleada de otoño me acomodé junto a ella y me presenté. Le informé de que entretenía mi jubilación escribiendo historias sobre los personajes que me encontraba en mis caminatas matinales.
«Pues si me escuchas, te daré materia en abundancia. Mi vida es una novela». «¿Qué vida no lo es?», le respondí. «Soy todo oídos».
Carolina había nacido en Jaraíz de la Vera en el seno de una familia muy humilde. Era la pequeña de seis hermanos. Su padre, guardia civil en los años treinta, apostó por la defensa del orden republicano. Perder la guerra le supuso la expulsión inmediata del cuerpo de la Benemérita. No sufrió más represalias debido a la mediación de su hermano pequeño, el tío Alberto, que había luchado con los alzados de África, siguiendo los pasos de un terrateniente extremeño para el que trabajaba como aparcero en la dehesa cacereña. Gracias a Alberto, evito la cárcel.
A los tres hijos que el guardia civil tenía antes de la guerra hubo que sumar otros dos durante la contienda y uno más, Carolina, fruto de un inesperado e inoportuno embarazo en 1942, que agravó aún más la penuria familiar.
Fuera del cuerpo de la Guardia civil, el padre de Carolina sobrevivió trabajando como peón agrícola al servicio de un bondadoso vecino que cultivaba tabaco y explotaba unos cientos de cerezos. El exiguo salario apenas daba subsistir. Los hermanos mayores de Carolina, tan pronto como cumplieron los dieciséis años, emigraron a Bilbao y Barcelona para buscar un futuro más prospero hasta que les llamaran a filas para cumplir con el servicio militar. Carolina, a los quince años, fue enviada a Madrid para servir como criada en casa del tío Alberto que, gracias a sus servicios en el bando vencedor de la guerra, había conseguido trabajo como portero en una finca de la calle Cea Bermúdez, donde le proporcionaban además un bajo que servía de vivienda al portero y su esposa. Carolina ayudaba en todas las tareas a sus tíos. Barria y fregaba las escaleras del edificio, sacaba las bolsas de la basura de los vecinos y atendía a cuanto recado le encomendaban los propietarios del inmueble. Pronto fue muy popular en el barrio de Argüelles. Su sonrisa, su generosidad, su carácter amable, su predisposición a ayudar a cualquier vecino le granjearon una merecida buena fama que agradecían premiándola con generosas propinas. Fue muy especial la relación que estableció con Felipe, un sastre que residía con su esposa enferma e impedida en el ático de la finca donde el tío Alberto ejercía como portero. Carolina, en su tiempo libre, ayudaba a Felipe y a su mujer. Cocinaba, limpiaba, planchaba y hacia compañía al matrimonio, que trataba a la chica como si fuese la hija que les hubiera gustado tener.
El tío Alberto se libraba de todas las tareas que realizaba su sobrina a cambio de alojamiento y comida. El portero, liberado de obligaciones, empezó a pasar muchas horas del día en las tabernas del barrio, dejándose arrastrar por una indolencia que compartía con su esposa.
Cuando Carolina cumplió 18 años, se enfrentó a una de las escenas mas aterradoras de su vida. El tío, notoriamente embriagado, trató de abusar de la sobrina.
La determinación con que la joven arreó un sartenazo en la cabeza del agresor impidió que se consumara la violación. Carolina salió huyendo de la portería y solicito amparo en la casa del sastre. El matrimonio acogió a la chica con los brazos abiertos. No comunicó el incidente a sus padres. Les edulcoró la historia diciéndoles que había encontrado un trabajo mejor pagado y que había abandonado la casa de los tíos.
Felipe se enfrentó al portero y le amenazó con denunciarle y privarle de su afortunado trabajo si se volvía a acercar a su sobrina. Alberto se asustó y colaboró incluso en certificar la versión de Carolina, diciendo a su hermano que su hija había encontrado una ocupación mejor como asistenta de un millonario.
La vida con el sastre y su esposa no le impidió seguir atendiendo a los recados de sus vecinos y recibir suculentas propinas por sus favores. Felipe le pagaba un sueldo como interna. Sólo tener que compartir el edifico con el tío Alberto la torturaba y producía desasosiego.
Conoció por entonces en una verbena en las Vistillas a un joven soldado que cumplía el servicio militar en el Inmemorial del Rey. Era de Castromocho. Carolina se enamoró. (Continuará)