La Semana Santa es una de las épocas el año que mejor ejemplifica la transformación de España en los últimos cincuenta años. Sobre todo, en el mundo rural y en las pequeñas capitales de provincia.
¿Qué queda del cierre absoluto de las salas de fiesta, discotecas y bares musicales durante el Jueves Santo y el Viernes de Pasión? ¿Qué fue de los restaurantes que ofrecían un menú de «abstinencia» para que los comensales cumplieran con la norma católica de evitar la carne? ¿Y de la prohibición de conectar las máquinas de discos de los bares como símbolo de recogimiento? ¿Alguien apaga hoy día las luces de los locales de ocio cuando desfilan los penitentes que arrastraban los grupos escultóricos que recuerdan los últimos días de la vida de Jesús?
Por no hacer ruido, ni sonaban las campanas que llamaban a la oración o a los oficios litúrgicos de esos días. En mi niñez en Las Cabañas de Castilla recuerdo haber recorrido las calles del pueblo haciendo sonar las «carracas» de madera que sustituían a los bronces de los campanarios para llamar a la liturgia y a la oración.
Supongo que habría creyentes, agnósticos y ateos, pero toda la comunidad en las postrimerías del franquismo guardaba las formas como ¿símbolo, respeto? a la creencia mayoritaria.
Al no contar con un ocio centrado en la gastronomía o en los bailes, en los pueblos de Castilla la gente se entretenía con otros ritos profanos, sobre todo la ingesta de alcohol y el juego.
En Osorno los bares ofrecían una exquisita sangría que los vecinos bebíamos con fruición. Además, muchas peñas de amigos, (jóvenes en su mayoría), solían terminar en las bodegas con meriendas y bailes que sorteaban la austeridad impuesta por las autoridades.
La gente de más edad se refugiaba en el juego. En las provincias de Valladolid, León, Palencia y, en menor medida, Burgos la tradición ludópata de «las chapas» reunía a miles de personas que jugaban cantidades ingentes de dinero a «cara o cruz». Se justificaba la permisividad con el juego como un recuerdo a la escena en la que los soldados romanos apostaban a los dados para adueñarse de la capa de Cristo. Tengo entendido que el elemental juego de «chapas» está incorporado a las costumbres populares de Australia. Al parecer, un vallisoletano o palentino residente en Inglaterra fue apresado por delinquir y llevado preso a la colonia británica del Pacífico. Y a ese inmenso penal del imperio británico llevó el terracampino el juego de «caras o lises». Hoy día en nuestras antípodas se juega a las chapas con las mismas reglas que en nuestra tierra. Dos monedas al aire y jugadores en corro cruzando apuestas.
Aún perdura el ocio ludópata en la Semana Santa. Mayorga de Campos, Villablino, Herrera de Pisuerga, Melgar de Fernamental… son algunas de las plazas en que se puede apostar a cara o cruz estos días.
Otras costumbres han desaparecido. Hoy, en Semana Santa, se come y se bebe más que nunca. Quien tiene dinero apuesta por ir de vacaciones y sufrir los precios abusivos de los hoteles y restaurantes que hacen su agosto.
Nada queda de la reflexión y tristeza que, al menos en apariencia, se guardaba antaño. Crece el número de jóvenes que no conoce el significado de los «pasos» procesionales que recorren las ciudades. La Semana Santa se ha convertido en otro período más de ocio a gran escala para hacer llevaderos los meses entre Navidad y vacaciones de verano. La sociedad hedonista no pierde la ocasión de gozar por cualquier motivo. Se trata de un gigantesco negocio para las ciudades que presumen de procesiones y tradición. Con el jolgorio de la Semana Santa andaluza, con sus «madrugás», sus saetas y su música, o con la severidad del «triduo sacro» en Castilla y León… en todos los lugares, los turistas sanean las cuentas de los negocios de hostelería.
La pasión, muerte y resurrección de Cristo al servicio no tanto de la salvación del hombre para redimirle de sus pecados, como en ayuda a la economía del principal sector productivo del país: el turismo.
Habrá que procurar que los ritos de la Semana Santa se sigan conociendo como base de la cultura que los justifica. En España no se puede profundizar ni en la historia, ni en el arte, ni en la literatura, ni en los festejos populares sin relacionarlos con la milenaria presencia del cristianismo. Si no cuidamos esas explicaciones culturales, corremos el riesgo de que un niño de diez años pregunte a su abuelo quién es ese señor colgado del madero. Ocurrió en Santander hace dos años. Si llegamos a ese monumental desconocimiento de nuestras raíces por una errónea interpretación del laicismo imperante, nada impedirá que un futuro próximo la Semana Santa se celebre en verano. Hay más turistas y la lluvia no amenazará a las procesiones de penitentes.