He de confesar que defiendo y me gustan las fiestas navideñas. Desde siempre. Creo necesario apuntarlo. Muchos, incluidos amigos a los que respeto y quiero, aborrecen estas celebraciones.
Sin duda, son fechas que cambian en valoración y perspectiva con el paso de los años de quienes seguimos festejando la Navidad.
Tengo asociados estos días festivos a los mejores momentos de mi infancia, en un pueblo perdido de la Tierra de Campos, Las Cabañas de Castilla, en el seno de una familia unida, en la que no sobraba nada ni nadie, y en la que las carencias materiales se suplían con el cariño inmenso que me regalaban mis padres y hermanos,
Recuerdo acudir varios años a la iglesia parroquial para asistir a la Misa del Gallo y al cambio de año. Mi padre, tan creyente como respetuoso con las ideas de los otros, nos invitaba a pasar de un año a otro en el templo, rezado un Padrenuestro y pidiendo a Dios por el bienestar de la familia. Sólo cinco minutos. Después regresábamos al calor de la única habitación cálida del caserón familiar, producido por el sistema de enrojado de la paja que ardía dentro del suelo horadado del habitáculo, un método calefactor que copiaba el modo de las termas romanas y que era común y frecuente en las casas terracampinas. El resto de la vivienda seguía como un témpano. Celebrábamos la Nochebuena padres y hermanos con una humilde cena preparada por mi madre, en la que el mayor dispendio lo representaba el protocolario cascado de piñones y otros frutos secos que nos servían de postre junto con alguna dulzaina elaborada en casa. Éramos, así lo recuerdo, absolutamente felices, con muy pocas cosas. Bastaba con el sueño infantil de la espera de la mágica noche de Reyes para recibir algún regalo con el que nos agasajaban nuestros padres, que insistían en mantener la magia de la creencia en los Magos de Oriente el mayor número de años posible. ¿Qué queda de todo eso? ¿Cuándo empieza cambiar la percepción de la Navidad? Indudablemente, cuando empezamos a echar de menos algún miembro de la familia fallecido. Al poco tiempo de casarme, recuerdo a mi suegro, un hombre bastante frio y cerebral, que en Nochebuena acababa retirándose a dormir con los ojos llorosos, tras haber evocado en la cena con sus hijos la imagen de la esposa fallecida recientemente.
Volví a ser muy feliz las primeras navidades con mis hijas pequeñas en Torrelavega. También carecíamos en la familia de casi todo. La hipoteca y los gastos cotidianos no permitían excesivos lujos. Pero intentaba mantener las emociones que recordaba de mi niñez. Colocaba el Belén y el árbol con sus adornos para recibir en compensación la sonrisa de mis pequeñas. Una nueva etapa de mis sensaciones navideñas comenzó tras la muerte prematura de mi padre. Todos acompañábamos a la mamá, pero inevitablemente nos fijábamos en la silla vacía que hubiera ocupado el padre ausente. Nunca fue nada igual desde entonces.
Toda la tristeza que suele emerger en estas fechas, los seres humanos tratamos de enmascararla con una alegría impostada, haciendo una exhibición de banquetes con productos exquisitos y exclusivos que suplan los afectos perdidos. No lo veo ni mal ni bien.
El derroche lumínico que adorna las calles comerciales oculta la miseria de los desfavorecidos a la par que insta a un consumo desbocado. La gente camina cargada con bolsas de regalos que muestran lo bien que les trata la vida. Son los que pueden gastar. Los desheredados de la tierra sufrirán aún más al sentir la evidencia de su marginalidad. Ya no estamos afortunadamente en la España de la posguerra, en la que el eslogan oficial del régimen invitaba a practicar la caridad. «Ponga un pobre en su mesa». La sociedad ha avanzado. Los comedores sociales ofrecen a los desamparados menús muy dignos. Quizás ya nadie pase hambre en Nochebuena. Pero sigue sin solucionarse el drama de la soledad de los miserables, de las personas que más se asemejan a la pobreza del Niño en el portal de Belén con el que empezó la poderosísima religión cristiana. Este año pasaré una vez más la Navidad con mi madre y hermanos que, junto con la luminosa presencia de mis hijas, me compensarán de otras ausencias.
Desde mi columna dominical os deseo lo mejor para el futuro. A los presentes y a los ausentes, a los creyentes y a los ateos, a los que celebran las fiestas y a los que huyan de este jolgorio… a todos, desde mi corazón, Feliz Navidad.