Queridos lectores, ¡paz y bien! El pasado día 16 celebraba nuestra Diócesis de Palencia la memoria de Santo Toribio de Astorga. Y en este domingo próximo a esa fecha, la tradición local nos remite al episodio histórico o legendario de su predicación en la ciudad. Según esta, el santo sufrió un apedreamiento por predicar contra unas ideas heréticas muy arraigadas en Hispania, y que perduraron en Gallaecia un par de siglos más. Junto con esta memoria de hechos acaecidos el siglo V, resulta curioso resaltar que el titular de nuestra catedral es un diácono galo del siglo VI, de Pamiers, mártir de la misma fe católica que Toribio predicó y defendió.
El cristianismo católico u ortodoxo (en el primer milenio son palabras sinónimas) tuvo que defenderse desde los comienzos de las herejías. Y en el imaginario de la cultura actual, de una manera casi espontánea, se tiende a simpatizar con aquellos grupos (para nada marginales), que proponían una alternativa a la tradición eclesial común. En efecto, desde planteamientos que dan una primacía absoluta a la libertad, el hecho de disentir y pensar de una manera autónoma, diferente, es visto como un valor en sí mismo. Cuanto suponga una visión institucional o dogmática, suscita un rechazo y un reparo instintivo.
Afortunadamente, la realidad es más compleja, y las verdades de la fe no son simplificables, o directamente clasificables como abiertas o cerradas, conservadoras o progresistas, etc. A los pastores y al pueblo nos corresponde mantener, enseñar, proponer la verdad de la fe. Esta no consiste primariamente en un sistema de ideas, reglas o prohibiciones, sino en una persona, Jesús de Nazaret, el Cristo, el Hijo de Dios. La propia palabra dogma, curiosamente significa la inspiración, el acuerdo entre el Espíritu Santo y la comunidad: «nos pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros...». Por tanto, la verdad es para los creyentes y discípulos alguien, conocerlo, amarlo, seguirlo. El Evangelio tiene, por tanto, los rasgos de una profecía, siempre incómoda, inquietante, y que nos lleva más allá de las meras consideraciones humanas. Caminar tras las huellas de Jesús es aventurado e imprevisible.
Por su parte las herejías son simplificaciones de la realidad. Arrastran asumir unilateralmente uno de los aspectos de una realidad que es poliédrica, trascendente, espiritual, escatológica. Ser católicos conlleva seguir encarnando el Evangelio en cada momento y situación histórica. Recomenzar, discernir, dialogar con todas las épocas, renunciar a instalarse cómodamente al borde del camino. Se cae en la herejía cuando se suspende prematuramente el pensamiento, y se considera que ya hemos llegado, y que en realidad las cosas son tremendamente simples: son justamente como yo o los míos las vemos.
La realidad es de suyo paradójica, y tal es la situación del ser humano: el bien que queremos no lo hacemos, y sí ese mal que queremos evitar, dirá San Pablo. En el siglo V, Prisciliano creyó dar con la clave de las relaciones entre la Iglesia y el imperio, propugnando una huida radical del mundo y un rigorismo moral extremo, soñaba la Iglesia como una secta apartada del mundo. Y ello provocó las iras del Emperador y la persecución y su asesinato en Tréveris (Alemania). Un claro ejemplo de intromisión de los poderes públicos en asuntos de la Iglesia. Muchos santos padres protestaron contra esa injerencia.
En un sentido contrario, un siglo después, el imperio romano acabará con la vida del diácono Antolín, titular de nuestra catedral. Esta vez, el imperio romano se escora en favor de la herejía arriana, a la que considera garante de las diferencias sociales entre patricios y plebeyos, frente a la fe católica, que considera iguales en dignidad a todos los seres humanos. Tanto en un caso como en el otro, vemos la tensión que genera la Iglesia. Predica el Reinado de Dios a través de la resurrección de Cristo y el envío de su espíritu y ello origina debate y oposición.
En este siglo XXI, la sociedad es volátil y dinámica, como lo era el torrente de ideas y concepciones religiosas que recorrieron la calzada XXXIV, Astorga-Burdeos, convertida entonces en calzada Mérida-Tréveris. A los creyentes actuales, nos toca proponer de manera convincente y decidida nuestra fe, que entonces y ahora es sencilla, profunda y concreta (paradoja).
Las ideologías la tachan de complicada, superficial y abstracta. Aquella lucha de la época visigoda es ya historia. A nosotros nos toca honrar y vivir la fe de Santo Toribio y de San Antolín. No lanzar piedras, sino alimentos de vida.