Tras leer el título de esta columna, los lectores habrán pensado que iba a abordar temas relacionados con la nutrición o la dietética. Son cientos los alimentos que sientan mal a algunas personas: leche, quesos, mariscos, pescados de mar, aceites, nueces, uvas, ciruelas…Todos conocemos a alguien que debe evitar su consumo. Mi sobrino Héctor padece desde niño alergias a productos habituales en cualquier mesa familiar. No puede usar vinagre en las ensaladas ni ingerir frutos secos. Cada cierto tiempo descubre que su cuerpo rechaza un nuevo producto y se ve obligado a acudir a los servicios de urgencias médicas cuando lo consume.
No voy a abundar en los achaques digestivos que produce la ingesta de ciertos alimentos.
Hoy pretendo invitar a los lectores a una reflexión sobre intolerancias políticas, ideológicas, religiosas, morales, conductuales. Vamos a meditar sobre los prejuicios con que valoramos y juzgamos a todos aquellos que no piensan como nosotros, no aman como nosotros, no sienten como nosotros, no analizan la realidad como nosotros.
Estas intolerancias son fruto de la ausencia total de empatía con la que nos hemos acostumbrado a vivir. Cada día la sociedad construye más guetos ideológicos donde se refugian los que sólo se sienten a gusto con quienes piensan y viven como ellos. Ni siquiera se admiten los términos medios. O estás conmigo o contra mí. Me parece abominable que los aspirantes a presidente del Gobierno justifiquen unos pactos con partidos tóxicos, alejados de sus principios y valores, alegando únicamente que sus adversarios ideológicos son peores y que, por tanto, cualquier medio para alejarlos del poder es legítimo y deseable. Demuestra en los postulantes una precaria formación moral y ética, amén de una ausencia de inteligencia política que los hubiera llevado a exponer otro tipo de razones mejor argumentadas y con una visión empática hacia el adversario.
Con estas actitudes los líderes y mandatarios políticos han conseguido radicalizar a sus seguidores, enfrentar a unos ciudadanos con otros como si fueran hooligans de equipos de fútbol. Y esa actitud forofa, irracional, extrema se ha llevado a todo tipo de controversias.
O CONMIGO O CONTRA MÍ. O conmigo o contra mí. O eres proisraelí o apoyas a la Palestina gobernada por Hamás. Si muestras cualquier duda en el debate sobre este conflicto, automáticamente te conviertes en enemigo de ambos bandos. O pro ruso o defensor de Ucrania. Sin matices.
Si no lo tienes claro, te verán como un pobre imbécil sin personalidad. O abortista o antiabortista. O católico o anticlerical. O animalista o taurino. O autonomista o jacobino. O defensor de la sanidad y educación públicas o privilegiado usuario de la sanidad y educación privadas. O sociedad laica o sociedad confesional. La lista de dilemas separadores, confrontadores es infinita. Sin términos medios, sin escuchar al que piense diferente, sin atender sus razones, sin moderar ni un ápice nuestros planteamientos para intentar comprender al otro.
Si no coincido con la versión más radical del feminismo, habrá quien me considere un machista irredento. Si exijo un control de la emigración para que no triunfen las mafias que explotan a los nuevos esclavos del siglo XXI, a los ojos de muchos apareceré como un xenófobo abominable. Si no me gusta como modelo de vida de pareja las relaciones abiertas o los modelos poliamorosos, ciertos jóvenes que creen estar descubriendo el huevo de Colón me tomarán por un carca educado en la ideología fascista más rancia. Si defiendo un reparto más equitativo de la riqueza o una ayuda extra a los más necesitados, me convertiré en un bolchevique peligroso. La intolerancia nos está llevando a situaciones límites. Ya no podemos hablar sin tapujos de casi nada por miedo a lo que opinen nuestros interlocutores. Y cuando se conversa, se ponen de moda las discusiones a gritos, de trazo grueso, sin matices ni análisis pausados.
La gente reacciona buscando el contacto con grupos de afinidad para reunirse y opinar sólo en esos cenáculos. Obviamente, si todos aportan lo mismo, todos saldrán más convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta.
Tenemos que cambiar. Hay que empatizar y tratar de comprender a quienes piensan y viven de forma distinta. Sólo admitiría como una intolerancia razonable la provocada por los colores de tu equipo de fútbol. Y sólo con moderación, sin odio y con un enfoque divertido. ¡Dónde va a comparar! ¡Soy merengón!