La luz prístina de la Creación, es el autor de ella, y ese primer destello, se insuflo en el espíritu humano creándose la belleza interior, solaz de gozo, en medio de las calamidades que advienen a la existencia. Pero la belleza adviene al espíritu, desde el esplendor de los montes, los valles y los mares; desde la gloria del cosmos; desde la magnificencia de lo humilde y de lo sencillo; desde el pasmo por las obras cumbres del arte en sus distintas manifestaciones, y que el hombre y la mujer expresan con la palabra, desde la emoción sublime. Cuando Dios creo a la mujer y al hombre, los colmó de bendiciones, y les otorgo, la belleza del universo para que su espíritu salte por los siglos hasta entrar a tomar posesión de los reinos celestiales. Los llenó de alborozo desde la eternidad, y les adornó de virtudes para que sean felices y logren la perfección en todos los tiempos. La grandeza del ser humano se asocia a su belleza interior, a su hieratismo espiritual, de donde procede la semblanza de la alegría, capaz de reunir en medio de la infelicidad a cuantos seres necesitan el consuelo, el cual proporciona un destello de esperanza en las angustias humanas. La belleza interior de la persona irradia al mundo exterior, a su entorno social, honestidad y compasión: animando la convivencia entre los semejantes a través de la lealtad; haciendo agradable y feliz cualquier actividad que emprenda la persona; aureolando la misma vida y su dignidad, estas, inseparables hasta el último aliento. La belleza interior es creadora, promueve la paz en las naciones; suscita aliento ante el fracaso; hermosea la misericordia, hasta alzar su blancura por encima de las nubes, y expande la comprensión del ser al ser, sin atisbos de enemistad que empañen sus alianzas. La belleza interior irradia sosiego y paz; difunde confianza en medio de las inquietudes humanas; adorna los sueños infantiles e ilusiona sus corazones embelleciendo sus sonrisas de alegrías nacaradas en sus mejillas. La belleza interior la exteriorizan con su humanidad rebosante: Juan de la Cruz, con su cántico espiritual; Francisco de Asís, con su amor a la creación; Teresa de Calcuta, con su caridad total, o Juan Pablo I, el Papa de la sonrisa de Dios.