Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


EL VENDEDORDE CUPONES

08/12/2024

Pedro vende cupones de la ONCE en la zona de los Jardinillos de la estación y en la Plaza de San Pablo. No acostumbro a jugar a «los ciegos», pero esa desafección ludópata no me impide valorar la obra social de la organización. Gracias a la ONCE los ciegos españoles son la envidia de otros invidentes europeos que no cuentan con el apoyo sanitario, social, educativo y laboral que la organización española proporciona a nuestros conciudadanos.
La ONCE nació en plena guerra civil. En 1938 el gobierno alzado de los rebeldes publicó en Burgos un decreto para que se aunaban todas las rifas locales y provinciales con que se ayudaba a quienes carecían de vista. Nacía «el cupón» con una gestión nacional, aunque se mantenían los sorteos provinciales con premios más atractivos y con una fiscalidad filantrópica para ayudar al colectivo de los invidentes. Se tardaría aún en sustituir esas rifas provinciales por el «cupón» nacional.
 La implosión definitiva del ONCE se alcanzó con la llegada de la democracia y la legalización del juego. En esos años los directivos de la organización apostaron por un sorteo potente, de carácter estatal, con grandes campañas de publicidad y atractivos premios.
Los invidentes españoles se beneficiaron del poderío económico de la ONCE. Los mejores médicos especialistas, las mejores técnicas de aprendizaje permitieron a muchos obtener títulos universitarios e integrarse en la sociedad. Con apoyo educativo y medios sanitarios adecuados se convirtieron en muchos casos en trabajadores de la propia organización. 
La historia de Pedro es singular. Y paradójica. Había nacido con una visión perfecta. Encaminó su futuro laboral al mundo de la relojería. Un pariente de Cervera, dueño de un taller, le había iniciado en los rudimentos del arreglo de relojes. La buena vista, la agudeza visual resultaba imprescindible en el oficio. Y de repente, sin que los médicos pudieran dar una explicación convincente, a partir de los 21 años, Pedro comenzó a perder visión de forma alarmante debido a una anómala degeneración de mácula. La ONCE le enseñó a leer y escribir en Braille. Y a aceptar la terrible realidad de ser ciego con toda la vida por delante. Pedro me confió lo duros que fueron sus primeros años de invidencia, en los que a la depresión había que añadir el temor a un futuro de dependencia y marginalidad. Pero la organización también le ayudó psicológicamente a enfrentarse al futuro con optimismo. Hoy tiene un salario suficiente y vende el cupón del popular sorteo de «los ciegos».
«Lo hago por la calle porque me gusta socializar con mis clientes entrando en comercios y cafeterías. No me atrae permanecer quieto en los quioscos de la organización, a pesar de que son muy confortables». Pedro se casó con una mujer a la que conoció cuando estaba aprendiendo Braille. Elena, su profesora, tenía sólo un 10 % de visión, pero podía distinguir formas y colores. «Tuvimos mucho miedo cuando nació nuestro primogénito ¿Será un niño normal o tendrá alguna tara genética?, nos preguntábamos a diario. Todo fue bien y nos animamos a tener un segundo vástago, una niña que goza de una visión perfecta. Me fastidia no saber cómo es mi esposa, cómo son sus ojos, su cara. Me la imagino guapísima. Soy muy afortunado», indica.
Cuando tuvimos una cierta confianza, me permití algún chascarrillo con mi amigo invidente sobre la ONCE. «Os habéis convertido en un imperio. Medios de comunicación y una creciente plantilla laboral con sueldos que ya quisieran muchos videntes». Pedro me corrige: «También ayudamos a otro tipo de personas con otras dependencias físicas o psíquicas. La ONCE no limita su acción social a los ciegos».
Acabamos nuestra conversación con una nueva chanza. Le confié el asombro que me causó en los años noventa conocer a un vendedor del cupón, cuando veraneaba con mi familia en Conil de la Frontera. Lo veía a todas las horas tomando manzanillas en una taberna. «Pero ¿cuándo vende los cupones este hombre?», me preguntaba. El dueño del bar me lo aclaró un buen día con la gracia que Dios ha dado a los gaditanos». Es el ciego más listo de Cádiz. Tiene subarrendada la venta de cupones a otros menesterosos que ofrecen las apuestas por el pueblo y la playas. Les da la propina y y el permanece en mi cantina tomando vino de Sanlúcar». Me hizo tanta gracia la anécdota que no la he olvidado.
 Pedro me apostillo: «Es el sur, amigo, otro planeta…»