Desde el año 2014 la política española rompe moldes. Aquél nefasto ejercicio vio nacer los peores liderazgos que se recuerdan en nuestro país en esta etapa democrática, con un auge del populismo que alcanzó a la derecha y la izquierda en sus vertientes más extremas, y en igual medida contaminó al centro político hasta hacerlo inservible no muchos años después. De aquella generación de dirigentes nacidos del tapón del sumidero que desaguó la peor crisis económica y de valores de principios de siglo, sólo queda ya el actual inquilino de la Moncloa, que resiste las embestidas de la Justicia y de la debilidad parlamentaria derivada de su derrota en las urnas y su atrevimiento para formar un gobierno apoyado por lo mejor de cada casa. De los lodos que dejó el hundimiento financiero, España puede sacar conclusiones interesantes, pese a todo, porque en infinidad de aspectos de la vida pública han ocurrido cosas sin precedentes que nos aportan una experiencia impagable para el futuro. Ya no nos pillarán de sorpresa nunca.
Con Sánchez casi siempre es la primera vez. Nunca el principal partido de la izquierda se había visto obligado a expulsar a su líder, y en consecuencia jamás un secretario general socialista había reconquistado el poder interno tras convencer a las bases a base de olor a venganza y a represalias. Nunca un presidente había engañado a los electores jurándoles que no pactaría con partidos con los que se apresuró a gobernar en virtud de acuerdos anunciados sólo doce horas después de cerrar las urnas. Hasta su largo período actual de esplendor, no conocíamos a un candidato cuya presidencia dependiera de formaciones políticas dispuestas a despedazar el proyecto común que es la nación, y mucho menos que les tuviera que pagar a cambio altísimos precios en forma de indultos, amnistías y palacetes. Ningún aspirante a presidente había asumido la gloria de la derrota, las mieles de la jefatura del gobierno habiendo perdido frente a su adversario, con la naturalidad que él lo ha hecho. Es también la primera vez que un gobierno depende del voto de un partido dirigido por un prófugo de la Justicia para salvar votaciones como la del decreto minibús, que previsiblemente la permite augurar el apoyo independentista de aquella manera a los Presupuestos y llegar al final de la legislatura encadenando trompicones como el saltador de vallas que llega a la meta tras haber derribado varios obstáculos: exhausto pero ganador.
El catálogo de "primeras veces" se ha incrementado con los últimos acontecimientos judiciales hasta límites nunca imaginados. Primer presidente con su pareja imputada en los juzgados, con su hermano imputado, y primer fiscal del Estado que traspasa la entrada noble del Tribunal Supremo para declarar por algo que en teoría él debe perseguir, y no al revés: la comisión de un posible delito. Y lo mejor de todo no es el rosario de hechos inéditos que hemos relatado, sino la displicencia y suficiencia, el complejo de superioridad con el que todos los que tiene alrededor ocupan el espacio público dejando claro que nadie va a moverlos de ahí.