Con su tradicional y ya descontada flema, la que le permite calificar como bulos las investigaciones que cuatro tribunales llevan a cabo de forma legítima, el presidente del gobierno despachaba esta semana su último trámite parlamentario antes del mes de ¡febrero! Ya lo dijo al principio del curso, en el lejano septiembre: gobernaré, con o sin el Parlamento. Total, tanto da que la institución en la que reside la soberanía popular respalde o no al poder político si nunca va a salir adelante una moción de censura, el único instrumento que puede desalojarle además del reloj marcando cada día una hoja de calendario menos hasta que la Ley le obligue a disolver esas Cortes que tanto desprecia cuando le dan la espalda. La mayoría de los análisis moderados coinciden en señalar que el inquilino de La Moncloa tiene la situación bien amarrada, por mucho que crezcan las causas en los tribunales y por muchas amenazas que sus aparentes socios le arrojen a la cara antes de Navidad. En su retiro, monclovita, aplica un cálculo bastante acertado según el cual a todos los radicales que le apoyan jamás les podrá marchar mejor que con él como jefe del ejecutivo y con su partido al frente del gobierno. Su mecedora se balancea plácidamente al ritmo que marca la cadena de transmisión de sus ministros lanzando andanadas contra todo aquél que cometa la osadía de cuestionar al líder.
Pero en las últimas semanas algo ha cambiado. El año termina con varias votaciones que le han dado a espalda al siempre ganador, en las que ha coincidido una circunstancia que debería hacerle reflexionar: la confluencia de intereses entre el principal partido del país y el principal actor del golpe contra el Estado de 2017: el prófugo Puigdemont. Si nos hablan de esto hace sólo un año, nos habríamos frotado los ojos, pero han pasado muchas cosas desde la investidura, muchos viajes incalificables a Suiza para decidir allí cómo se gobierna España, muchas cesiones y concesiones que no han derivado en la ansiada amnistía que perdonara todos los delitos cometidos en aquella arremetida contra nuestra convivencia como pueblo. Afirmar que estas coincidencias obedezcan a una estrategia conjunta de los dos partidos parece aún aventurado, y mucho más cualquier posibilidad de que ambos se pusieran de acuerdo para impulsar un desalojo forzado del palacio presidencial de la carretera de La Coruña. Pero el río se mueve, y algo suena.
Y ahora la prioridad de los análisis abandona al gobernante y se focaliza en el aspirante. ¿Será contraproducente para su proyecto entenderse con quien intentó romper el país y huyó de la Justicia oculto en un maletero? La apuesta es arriesgada, y puede costar muchos votos al líder conservador en caso de que no se logre el desahucio antes de finalizar la legislatura. En caso contrario, desde el poder el mismo río que ahora sueva, puede llevarle corriente abajo, como le ocurrió a Sánchez en 2019. Al final no tenía tanto de lunática aquella afirmación de Feijóo de que no fue presidente porque no quiso ceder a las exigencias independentistas. Las estridentes risotadas sobre la tribuna podrían tornarse en llanto.