Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


EL MATACHÍN

01/12/2024

Alberto no se podía imaginar el martirio que le esperaba a raíz de que su madre decidiera casarse con Félix. Manuela era madre soltera. Un desliz en 1960, cuando la incontenible pasión del momento la obnubiló lo suficiente como para no exigir a su pareja el uso de preservativo, trajo al mundo a Alberto. Ni el padre quiso saber nada del embarazo y parto de Manuela, ni la madre reveló nunca la identidad del progenitor.
La mujer asumió su condición de madre con 20 años y se acogió al auxilio de sus padres. Alberto tuvo una infancia feliz. No tenía padre, pero disfrutaba de todas las atenciones y mimos de sus abuelos maternos. También, del cariño de su madre.
Los problemas para Alberto comenzaron cuando tuvo «un padre». Félix nunca le quiso. Se limitó a soportarle como el precio que pagar si quería casase con Manuela.
La falta de afecto mutó a odio a raíz de que Manuela tuviera nuevos hijos con su marido. El ninguneo del padrastro se acompañaba de desprecios constantes. El carácter violento de Félix impedía que la madre saliera en defensa de su primer hijo. 
A los dieciséis años, cansado de humillaciones y maltratos, Alberto se marchó de casa y se refugió con los abuelos hasta que fue llamado para cumplir el servicio militar.
La «mili» le proporcionó un buen amigo y un oficio. En el ejército se convirtió en la sombra del cabo Rogelio, un extremeño que le inició en el oficio de matachín. Sacrificar bien al cerdo, con una cuchillada certera y una incisión suficiente, descuartizar con destreza al animal constituían todo un arte que el cabo había aprendido de su padre en la dehesa extremeña. Rogelio no tuvo inconveniente en compartir sus conocimientos y habilidades con su amigo palentino.
 Tras licenciarse en el ejército, Alberto trabajó varios años matando cochinos por pequeñas poblaciones de Extremadura y Castilla.
Cuando la normativa de la Unión Europea empezó a amenazar su artesanal oficio, ya que obligaba a pasar a todos los animales destinados al sacrificio por un matadero bajo la vigilancia y control de un veterinario, Alberto se vio obligado a una rápida transición desde el ancestral oficio de matarife al de operario del matadero municipal de Palencia.  Su padrastro había fallecido. Creyó llegado el momento de regresar a su ciudad natal para acompañar a su madre en sus últimos años de vida. Con Manuela convivió hasta que la senilidad de la anciana aconsejó su ingreso en una residencia. Liquidó con sus hermanastros las propiedades de la madre común y se instaló en un apartamento a orillas del Carrión. 
No se había casado. Se acostumbró a la soltería y al empleo en el matadero, donde destacaba por su destreza en el despiece. Pero añoraba los tiempos de matarife ambulante. Echaba de menos un oficio que le convertía en protagonista de la fiesta de la matanza. Su arte aplicado a uno o dos cerdos al día suponía siempre un momento festivo, que congregaba a familiares y vecinos. El matachín acuchillaba al animal, lo colgaba de un gancho y lo despiezaba con la habilidad de quien conoce la anatomía del cochino. 
El cerdo no tiene desperdicio. Orejas, morro, lengua, vísceras… todo se aprovecha. Alberto realizaba su trabajo sin prisa, metódicamente, mientras las mujeres de la familia hacían morcillas y preparaban el calducho que compartirían con el vecindario.
En el matadero municipal de Palencia todo era diferente. Sacrificaba a cientos de animales. Cerdos, vacas, caballos… Los veía llegar adormecidos por un pasillo de muerte donde los empleados les aplicaban un golpe de corriente eléctrica que los dejaba anestesiados antes del acuchillamiento final. Alberto tenía grabada la mirada de los condenados dispuestos en fila para el sacrificio. Presentía que sabían la suerte que los esperaba.
Años mas tarde, ya jubilado, tuvo que desistir varias veces de adoptar un perro como mascota. La presencia del matachín provocaba una intranquilidad en los chuchos que se manifestaba con tembleques y espasmos. «Creo que me tienen miedo. Es como si supieran que están ante un asesino en serie. Y no les falta razón». Por fin, encontró un magnífico ejemplar de perro labrador que parecía aceptar la presencia del matarife. Pocas mascotas iban a tener la vida plácida y llena de atenciones que Alberto pensaba dispensar a su perro.
Hace años que Alberto no come carne.