En Villoldo, pueblo de la provincia de Palencia, un amante de las raíces y la tradición como herencia histórica, Juan Miguel Hoyos Gil ha montado un insólito museo que sorprende a quienes por casualidad u objetivo preciso lo visitan. Se trata de lo que, en términos antañones, podríamos llamar una casa de labranza, comunes en los pueblos de Castilla, a base de aperos, utensilios de cocina y otros artilugios.
Lo traigo a colación porque unos amigos, me han ofrecido para pasar Semana Santa, una casa de labranza con piscina. No dudo de la casa ni de la piscina ni de los amigos. Aunque la casa de labranza que yo recuerdo se parece más a esta en que Hoyos Gil ha instalado su museo. Pasen y vean. Esta casa tiene dos entradas, una principal que daba al vestíbulo de la vivienda; a la izquierda estaba la cocina y en ella Julia, Julina en familia, preparaba los aperitivos para los familiares y amigos gorrones que llegaban de visita de la capital, y a la derecha, el salón de estar, comedor a la vez, y una habitación de dormir al fondo.
La otra entrada, para animales de carga, es el cuartocarro, cuyo nombre por si solo explica su naturaleza. Después venía, a mano derecha, la marranera hoy carbonera, me parece, donde hozaba y gruñía un marrano bien alimentado con salvados, berzas, repollos, patatas y las sobras de las comidas, que era avío para todo el año. Ignorante de su destino, vivía a cuerpo de rey. Dinero no había, pero tocino y chorizos, incluso jamones bien curados al aire en lo alto de la panera, no faltaban. La panera era una habitación alta sometida a todos los vientos que entraban por sus ventanas abiertas de par en par. En mi casa de Torre de los Molinos, muertos mis padres, no criaban marrano por el mucho trabajo que daba. Por eso recuerdo las matanzas de Villoldo y a Julina Gil batiendo enérgicamente la sangre para que no se coagulara. En la herrada de uso común, la sangre caía a borbotones entre horribles chillidos del animal al que la vida se le iba arrebatada por el cuchillo del matachín. Vivía a cuerpo de rey y moría a cuchilladas.
Las imágenes que más presentes tengo de Julina en mi memoria son de rodillas recogiendo la sangre del animal en una herrada. De ese marrano, llamado también gorrino, se aprovechaba todo, los jamones, el tocino…todo; «del cochino, se decía, hasta los andares». Después del cuartocarro y la marranera, había un terreno en el que estaba la leñera, un pozo de brocal alto para enfriar el vino en verano y un huerto, la herrén. Miguel, marido de Julia, la cuidaba con esmero ayudado por Arturin, diminutivo para diferenciarle del padre, al que yo apodaba Séneca por su sabiduría natural y buen criterio. La herrén daba patatas, cebollas, puerros, tomates, calabacines. Donde hoy está el museo, era una sala amplia para comer y dialogar, y horno donde cocer los panes. El patriarca de la casa era Arturo, cazador furtivo, y la matriarca Teodora, Teo, orgullosa de haber nacido en Paredes de Nava, devota de la Virgen de Carejas y fiel a los «novillos benditos». A Arturo, trabajador y desvivido por su familia, lo llamaban tiro fijo, y no podía permitirse un fallo. Cada cartucho, que se reutilizaban y recargaban por economía, valía un dinero. Siendo furtivo, se llevaba muy bien con la Guardia Civil que, ignoro por qué razones, nunca le registraba el zurrón. Él cazaba y Teodora limpiaba la caza y la mandaba a restaurantes de postín de San Sebastián. Lo cual era una ayuda importante para la precaria economía doméstica.