Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


El romanticismo y sus secuelas

28/04/2024

En mi opinión pocos movimientos han resultado tan nocivos para Europa como el romanticismo decimonónico. Con derivaciones sociológicas indeseables, logró, sin embargo, un prestigio y una simpatía que sólo puede justificarse desde el conocimiento superficial de sus fundamentos. El romanticismo literario, musical, plástico del siglo XIX se inició (¡cómo no!) en la deriva filosófica con que se pretendía sustituir el racionalismo de la Ilustración. El culto al yo, el individualismo más egoísta, la idiosincrasia de cada persona debía sustituir al modelo universalista, defensor de la igualdad que había alumbrado el pensamiento ilustrado. Cada individuo se reivindicaba diferente y único, pero en el fondo, lo que se quería afirmar, sin atreverse a decirlo, era su superioridad con respecto a los demás. Pronto ese culto a lo individual dio el salto al plano sociológico y político. La libertad romántica exigía poder saltarse cualquier principio normativo racional. Todo se justificaba por el ansia de libertad defendido por las minorías cultas, ricas y afortunadas que poco o nada tenían que ver con la chusma inculta y empobrecida. La expansión del yo tuvo enseguida un reflejo en el auge de los nacionalismos, quizás la peor lacra de la era contemporánea. Escoceses, bretones, alsacianos, irlandeses… comenzaron a reivindicar su singularidad, fruto de la suma de los yo románticos de sus ciudadanos. En España, o rexurdimento galego, la renaçença catalana, las infames tesis de un mediocre filólogo vasco nacieron como derivaciones románticas en busca de los tiempos paradisíacos perdidos de los pueblos elegidos. Decían «somos distintos de los españoles». Querían decir «somos mejores, nos merecemos más, nuestra lengua es mejor, nuestros valores ancestrales y culturales, también». No se libró de esta lacra tampoco el nacionalismo español, tan utilizado por el franquismo como argamasa para la construcción de su proyecto      dictatorial. 
Los españoles éramos mejores que nuestros vecinos. Se recurría al insulto y a la descalificación. Los «putos gabachos», la «pérfida Albión», los cuadriculados alemanes, los tristes y aburridos portugueses, los miserables y empobrecidos moros del norte de África…
Éramos unos privilegiados por el simple hecho de ser españoles.
No quiero recordar las consecuencias extremas de estos pensamientos. Se comenzó midiendo cráneos para certificar la superioridad de una raza y se acabó en devastadoras guerras mundiales de exterminio. 
En la actualidad compruebo con estupor cómo se pone la etiqueta de progresista a un partido tan arcaico como el PNV. Más me asombra ese calificativo en el movimiento supremacista de Junts, encabezado por un prófugo racista y ambicioso. Asistimos a una continua tergiversación de la         historia. 
En el campo sociológico el romanticismo tampoco aportó avances en derechos de la mujer. Nos presentaron como simpáticas las conductas machistas de nuestros escritores de cabecera. 
Parecía bien que Percy Shelley, tras desposar a una niña de 15 años, la abandonara con sus hijos para huir a Suiza con una amante de dieciséis. Nos resultaba simpática la conducta impúdica de Byron, que trataba a la mujer como un objeto de usar y tirar. 
¿Os habéis detenido en el diferente tratamiento del hombre y la mujer en el Tenorio?  Una infantilizada Inés frente a la arrogancia y osadía de Don Juan. En El estudiante de Salamanca don Félix de Montemar es arrogante, valiente, limpio, osado, bravo… frente a la sumisa Elvira, «ángel puro de amor que amor inspira», presentada como un ser inmaduro y de una ingenuidad estúpida. 
Cuando los románticos se cansaron de ese perfil de mujer inferior, evolucionaron a otro aún más siniestro, la mujer fatal, «la belle femme sans merci», que diría Keats, donde describe la crueldad que la mujer ejerce sobre el hombre evitando cualquier compasión.
Como decía, el romanticismo tiene mucha tela que cortar. Pero a nivel popular, la inmensa mayoría tiene una versión edulcorada de lo romántico, asociándolo con simpleza a una estampa de enamorados que a la luz de la luna se juran amor eterno escuchando un nocturno de Chopin. Se quedaron en el árbol y no miraron el bosque.
¡Cuánto mejor nos hubiera ido si el pensamiento ilustrado hubiera seguido gobernando nuestras vidas! Allí están las bases de todos los avances sociales del hombre.  Claro, desde mi opinión.