El Congreso del Partido Socialista en Sevilla ha sido superficial, banal, de homenaje al líder, de confirmación de que no se hacen los cambios imprescindibles ni se aparta a los que están bajo una sospecha creciente de corrupción, de aplausos y de un lugar en primera fila a los que fueron condenados por defraudar 680 millones, aunque luego fueran indultados por el Tribunal Constitucional de Conde Pumpido. No ha tratado ninguno de los temas candentes ni urgentes y ha "resuelto" algunos, como los de los privilegios para Cataluña, con fórmulas de lenguaje ficción que tal vez salvan la cara de los líderes regionales socialistas, pero que consagran la discriminación. Ni críticas ni debate ni autocrítica ni compromisos de cambio. Este no es el PSOE sino el partido de Sánchez. Lo que hay que preguntarse es lo que quedará de esta formación cuando su actual líder desaparezca.
Pero hay un asunto que sí ha tenido espacio en el Congreso socialista que es altamente preocupante y que ratifica la línea seguida por quienes mandan hoy en el partido: las acusaciones a los jueces de prácticas indignas y la voluntad de caminar hacia una justicia a la medida del peor populismo. El aparato del PSOE -espero que no la mayoría de sus militantes y de los barones regionales- han hecho suyas las acusaciones de sus socios de Gobierno a los jueces: lawfare, guerra judicial con motivación política, no respeto de la democracia, acoso al Legislativo y asedio al Gobierno, a la mujer del presidente, al fiscal general del Estado. Los socialistas, además, pretenden incorporar a mil jueces de paz por la puerta de atrás, confiados en incorporar gentes afines y debilitar así ese poder del Estado y acercarlo a sus intereses. Y sus ministros andan lanzando bulos -son noticias falsas y ellos lo saben- de clara endogamia en el acceso a la carrera judicial. Sin embargo, sólo el 5,94 por ciento de los alumnos que han pasado por la Escuela Judicial desde 1996 tienen algún familiar, no necesariamente el padre o la madre, juez o magistrado. No se atreven a pedir que los jueces sean elegidos por votación popular, como va a suceder en México, pero si sus socios se lo reclaman, deberíamos ponernos a temblar. De momento, de lo que se trata es de sembrar dudas, de desacreditar al único poder del Estado independiente. Mover el árbol. Luego ya llegará el momento de coger las nueces del suelo. El PNV, su socio, sabe mucho de eso.
Contrasta esta evidente intención de controlar a los jueces y limitar su independencia con otra noticia. Este jueves cesa en la presidencia de la Sala Segunda del Supremo el magistrado Manuel Marchena, tras diez años de mandato. Un juez que nunca vendió su dignidad -lo que no pueden decir muchos políticos- ni ha hecho otra cosa que aplicar la ley con rigor y defender el Estado de Derecho y la democracia. Marchena ha conseguido que la mayoría de las sentencias de esa Sala sobre asuntos muy controvertidos hayan sido tomadas en los últimos años por unanimidad. Siempre ha buscado el acuerdo y el debate de la razón. Sobresale por su capacidad profesional y de trabajo y por su honestidad. "Jamás he concebido el ejercicio de la función jurisdiccional como un instrumento al servicio de una u otra opción política para controlar el desenlace de un proceso penal", dijo cuando renunció a presidir el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo por una torpeza de un político. No quiso ser un instrumento del PP ni del PSOE. Dirigió modélicamente, con luz y taquígrafos, el juicio del procés, aunque luego los políticos y el Tribunal Constitucional se encargaron de borrar la justicia con la amnistía. Ahora, Marchena seguirá en la Sala, aunque en segundo plano. Pero su opinión seguirá siendo valorada y respetada. Habría que declararle "especie protegida". Jueces como Manuel Marchena son los que hacen que la justicia no sea un instrumento más en manos de los políticos, sean del color que sean. Aunque algunos sigan intentando acabar con su independencia.