A Genoveva Palacios Martínez (Grijota, 1958) le gusta llamar a las cosas por su nombre, decir lo que piensa si cree que es lo justo y defender las causas que lo merecen. También le gustan las celebraciones y es la primera en ponerse manos a la obra a la hora de organizarlas, ya sean despedidas a compañeros que se jubilan o comidas navideñas. Dispuesta, desde muy joven, a pelear por sus objetivos, ha llevado a buen término muchos de ellos con voluntad y tesón y a estas alturas de su vida lo único que lamenta es no haber sido un poco más libre e independiente.
«No me arrepiento de nada de lo que he vivido; incluso muchas de las cosas las repetiría. Por ejemplo, si volviera a nacer y tuviera la oportunidad de trabajar en el Museo de Palencia, lo haría sin dudar», asevera. Y no es que de niña, en medio de sus juegos y sus aventurillas rurales, soñara con esa clase de vida laboral, pero veintiséis años al pie del cañón, asistiendo a los cambios y las mejoras, comprobando cómo disfruta la gente de las visitas y cómo aumenta el patrimonio, dan mucho de sí y a ella le han aportado experiencia y muchas alegrías. «En esto, como en todo, hay días mejores y días peores, pero debo decir que el Museo me gusta mucho y he sido feliz trabajando en él».
Sus primeros recuerdos en Grijota son felices. «Teníamos que ir a por agua porque no la había en las casas y mi madre me compró dos calderillos para que acompañara y ayudara a mi hermana en esa tarea, pero los balanceaba tanto que perdía el líquido por el camino y tocaba trabajar dos veces», rememora.
También subraya la atención de su padre -«yo era la más pequeña de los tres hijos»- y el hecho de tener muchas amigas en el pueblo, con las que corría aventurillas. «Ahora no saben jugar más que con maquinitas; entonces íbamos al campo, conocíamos los animales y algunas veces robábamos fruta; nos entreteníamos de una forma sana, al aire libre, aunque alguna picia también hacíamos», apostilla.
Fueron tiempo felices, aprovechados al máximo y disfrutados sin frustraciones por no disponer de tantas cosas como tiene ahora la infancia. «No había lo que ahora, pero en Reyes no me faltaba mi cocinilla con sus cacharritos, y la culebrita de mazapán», comenta. A aquellos juguetes con los que tan bien lo pasaba, sumaba la gata Mimí, a modo de compañera inseparable. «Era mi tesoro», añade.
Cuando tenía diez años, la familia se trasladó a Palencia. Estudió en las escuelas del Ave María pero, a los quince, declinó la oferta materna de seguir con el Bachillerato en otro colegio. «No me interesaba demasiado, aunque más adelante, de joven y de adulta, acabé haciendo auxiliar de farmacia, auxiliar administrativo y puericultura, además de sacarme el carnet de conducir normal y después el de transporte nacional e internacional de mercancías», comenta. Su madre le recordaba a menudo que todo lo que no había querido estudiar cuando le correspondía por edad, lo había llevado a cabo con creces trabajando, casada y con hijos.
Pero es que Genoveva Palacios se movía entonces por impulsos, que acabaron en éxitos. «Yo quería una moto, pero mi madre no me dejaba. Me empeñé en conseguirlo, me saqué el carnet y me la compré», subraya. Algo parecido le pasó con el coche y acabó saliéndose con la suya. En cambio, no prosperó la propuesta de su progenitora de que aprendiera a coser en condiciones. «Heredé de una vecina que me quería mucho una máquina de coser y creo que la he usado dos veces en mi vida».
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