Mi reciente vocación de observador me lleva todos los días a leer múltiples pintadas que, por lo general, ensucian las paredes de edificios públicos y privados. En muchas ocasiones ni siquiera hay un texto que leer, limitándose el autor del grafiti a esbozar un rasgo o una figura más o menos obscena u ofensiva. No es esta columna el lugar indicado para iniciar un debate sobre los GRAFITI. No hay espacio para tan controvertido asunto. No estamos ante un fenómeno moderno. Ya en el imperio romano se hacían pintadas en la capital del mundo.
En nuestro tiempo, por un lado, son seña de identidad de las sociedades democráticas, empecinadas en defender cualquier atisbo de la libertad de expresión. Por otro, son un abuso con el que unos pocos atentan contra la propiedad privada de los demás. Hay que defender el valor artístico de alguna pintada. Incluso algún grafitero ha saltado a la fama internacional y sus obras se exponen en los museos. Pero no todo el mundo es Banksy. ¿Cuántas pintadas responden a una voluntad artística? ¿El uno por ciento? Mucho me parece.
Me viene a la memoria, allá por los primeros años de la transición democrática, una pintada que se mantuvo semanas en las paredes de la iglesia parroquial de Osorno. Era irreverente a la vez que ingeniosa y dio mucho que hablar en aquella época. Rezaba «Dios es ateo, no cree en mi». Creo conocer quién fue el autor, aunque nunca me lo llegó a confirmar. Si estoy en lo cierto, se trata de una de las personas mas inteligentes de la comarca, adornado de unos valores y principios éticos indiscutibles, como ha demostrado cuidando y atendiendo a su familia. Vive una madurez envidiable.
Eran aquellos los años del comienzo de la democracia. España salía de una dictadura que había encorsetado a la ciudadanía. Las paredes parecían invitarnos a gritar todo tipo de consignas políticas, sociales, sindicales o filosóficas.
Pero ya han pasado cuarenta años. Ninguno de esos bárbaros hábitos parece tener sentido ahora que contamos con infinitos medios para difundir pensamientos más o menos originales o rompedores, sin tener necesidad de ensuciar las paredes de los edificios públicos y privados de la ciudad.
En las principales urbes europeas, al menos en los distritos céntricos, plagados de turistas, han conseguido erradicar esta sucia costumbre pictórica con multas severas a los artistas y a la vez con la concesión de espacios públicos destinados a que los grafiteros den rienda suelta a sus creaciones (muros de fábricas abandonadas, tapiales construidos ad hoc para ser decorados con gráficos, dibujos y lemas). He leído que el Ayuntamiento de Madrid va a tomar medidas en este sentido.
No quiero cerrar la columna sin hablar de una enternecedora pintada que cualquiera puede ver en el barrio de San José, en las inmediaciones del bar El Cardo. Unas gruesas letras negras en un fondo amarillo nos permiten leer TODOS LOS BESOS.
El mensaje tiene años tal como denota el deterioro de la pintura y el desgaste de los colores, pero nadie parece haberse atrevido ni a vandalizarlo ni a destruirlo con otros lemas alternativos o complementarios. Me resulta enternecedora una propuesta tan naïf en medio de un mundo tan complejo, tan violento y desigual como en el que nos movemos.
Quiero imaginarme a un joven adolescente, armado con un bote de espray y amparado en las sombras de la noche para dejar su mensaje en la pared.
Quiero soñar con una joven chiquilla que puede leer desde su dormitorio el grafiti que le ha escrito su enamorado.
Quiero sospechar toda una historia romántica de amor entre chavales, que se resume en esta entrañable pintada.
No tiene firma el grafiti del barrio de San José, ni tampoco indica a quién va dirigido. Se supone que es un secreto de amantes que sólo ellos comparten y disfrutan.
No me molesta esta pintada, a pesar de lo mucho que me disgustan los cientos de rótulos que me veo obligado a contemplar en mi deambular por las calles palentinas. Me reconforta el mensaje y os lo reenvío a todos los lectores del periódico. BESOS.