Trabajar en la industria del carbón, en plena oscuridad, a cientos de metros bajo tierra, rodeados de polvo y con una humedad agobiante, ha dejado importantes secuelas en cientos de mineros de la cuenca palentina, desde Velilla del Río Carrión y Guardo hasta Barruelo de Santullán. Una de las más preocupantes en tiempos del coronavirus es la silicosis, una enfermedad crónica del aparato respiratorio que se produce por haber aspirado de forma continua grandes cantidades de polvo de sílice.
Un problema añadido para los exmineros, que extreman la protección para evitar contagiarse de un virus mortal cuando se tienen patologías previas, especialmente cuando los pulmones ya están tocados. No obstante, ni uno solo de los palentinos que tienen diagnosticada la enfermedad en alguno de sus grados (hay tres, según la gravedad) ha recibido notificación ni advertencia alguna por parte del Sacyl, sino que han sido ellos mismos los que han tenido que buscar la información por su cuenta, principalmente en las primeras semanas de la pandemia.
Uno de esos enfermos es Andrés Hernández, natural de la comarca leonesa del Bierzo desde donde llegó al municipio de Santibáñez de la Peña a la temprana edad de siete años. Siguió los pasos de su padre, también minero de profesión, y trabajó en varios pozos de la zona: en Velilla de la Peña, Villaverde y Aviñante, todos ellos de la empresa Antracitas del Norte, que en sus últimos años de existencia pasó a manos de Victorino Alonso, incorporándose al grupo Unión Minera del Norte (Uminsa).
A punto de cumplir los 60, le diagnosticaron la enfermedad en segundo grado hace quince años en el Instituto Nacional de Silicosis (INS) de Oviedo. Por aquel entonces ya estaba retirado (se prejubiló en julio de 2001) y lleva jubilado desde hace nueve. «He tenido y sigo teniendo mucho miedo, sobre todo desde que empezaron a advertir de que afectaba mucho a los pulmones. Por eso, he salido lo mínimo de casa, para hacer la compra grande a Guardo y poco más», señala Hernández, quien ha hecho de las mascarillas parte imprescindible de su indumentaria, mucho antes de que fuera obligatoria.
Residir en un pueblo de tamaño mediano y rodeado de naturaleza como Santibáñez hace que se viva el confinamiento de una manera distinta y que la desescalada llegue de una manera más pausada, sin franjas horarias, sin aglomeraciones y con el suficiente espacio libre para mantener la distancia social entre unos y otros. «Puedes infectarte en cualquier lado, porque el virus sigue ahí fuera, pero es mucho más difícil que en una capital o un municipio más grande, donde hay una mayor concentración de gente», comenta, para añadir que «sales a pasear un poco por el pueblo y apenas se encuentra a nadie».
Hernández lleva ya dos semanas en fase 1 (la Zona Básica de Salud de Guardo, a la que pertenece Santibáñez se estrenó en ella el pasado 18 de mayo), pero aún no se ha atrevido a tomarse un vino, una cerveza o un café en una terraza. «Ya habrá tiempo para sentarnos en el bar, mejor esperar que precipitarnos y tener que lamentarnos . Ya lo haré dentro de unas semanas, cuando todo esté mejor», señala.