Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


Gervasio en el río

28/01/2024

Esta mañana me volví a encontrar con Gervasio, a la orilla del río, junto al Sotillo. Una vez más le sorprendí arrojando reteles al cauce. Gervasio rondará los ochenta años. Su cuerpo menudo se mueve con cierta lentitud y torpeza por la ribera del Carrión. Da la impresión de vestir ropas demasiado holgadas. Le sobran dos o tres tallas a los pantalones de loneta azul marino que viste. Complementa su atuendo una inapropiada camisa de felpa, a cuadros, que seguro le molestará tan pronto como avance el calor de la mañana. 
Gervasio se quedó viudo hace diez años, tras convivir con su amada Casilda durante cuarenta inviernos. Un cáncer de útero, diagnosticado en fase metastásica, se llevó la vida de su esposa tras meses de tratamientos de quimioterapia que no consiguieron detener la enfermedad. 
Gervasio responde al prototipo de hombre de su generación. A duras penas concluyó una formación profesional. A los diecisiete años ya trabajaba como aprendiz en la fabrica de Armas de la ciudad. Disciplinado y trabajador, no tardó en ganarse el cariño y la confianza de sus jefes. A los veinticinco años ya presumía de un contrato indefinido como oficial de primera. Creyó que era el momento adecuado para pedir matrimonio a Casilda. Ya habían pasado cuatro años desde que iniciaron un noviazgo a raíz de conocerse en una verbena de San Antolín. Casilda aceptó y desde entonces formaron una simpática pareja a la que se podía ver paseando los fines de semana por los jardines del Salón o los soportales de la calle Mayor. Eran austeros, sacrificados y nada caprichosos. El matrimonio se instaló en un humilde piso de alquiler en el barrio de San José, cerca del trabajo de Gervasio. No fueron premiados con hijos, muy a su pesar. Se llevaron una gran decepción cuando conocieron la infertilidad del marido, pero no tardaron en aceptarla. Se consolaban con un amor tranquilo, innegociable, con el que la pareja justificaba su existencia.
Casilda cocinaba y atendía la casa. Gervasio acudía a la fábrica. Nunca hicieron vacaciones. Tampoco contaban, como otros muchos palentinos, con una casa de pueblo en la provincia a la que huir de los rigores del ferroagosto de la ciudad. Su mayor distracción en verano se concretaba en la afición compartida a la pesca de cangrejos de río. Casilda cocinaba los pequeños crustáceos con tal arte que los convertía en un suculento manjar.
Cuando enviudó, Gervasio cambió radicalmente de vida. Acababa de jubilarse y era un perfecto inútil en todo lo referido a las tareas domésticas. En medio del duelo por la pérdida de su esposa tuvo que aprender destrezas básicas de cocina, así como a poner la lavadora, fregar los baños y mantener la casa con un aspecto tan confortable como cuando vivía Casilda. Y lo consiguió con tesón, sin dar muestras excesivas del dolor que lo consumía por dentro. Aguantó la soledad estoicamente. Sólo se relacionaba con los vecinos de su portal. Ni Casilda ni Gervasio tenían familia en Palencia. Los padres de ambos ya habían fallecido y el único hermano de la mujer vivía, desde que se casó, en La Coruña y raramente visitaba la capital castellana. Se notaba la ausencia de Casilda en el atuendo de Gervasio. Ya no estaba la esposa para comprar la ropa que vestía el marido. 
A decir verdad, Gervasio no había vuelto a comprar ropa desde que enviudó. Seguía usando la que tenía entonces, pero su cuerpo había disminuido y todos sus atuendos le       rebosaban.
Gervasio seguía manteniendo la afición a la pesca de cangrejos que tantas veces había practicado con Casilda. La edad le empujaba a buscar sitios cómodos donde colocar los reteles. Su andar tambaleante no aconsejaba arriesgarse en parajes más agrestes, aunque le aseguraran mejores capturas. En realidad, Gervasio no sabía cocinarlos y siempre acababa regalándoselos a algún vecino. La pesca constituía para él un homenaje, un recuerdo a su esposa. Parecía como si Casilda le siguiera acompañando a la orilla del río.
Hoy, cuando he visto a Gervasio, me he acercado a charlar con el pescador. Quería comprobar cómo se le estaba dando la mañana. Me respondió señalándome el cubo en el que se agitaban dos o tres docenas de cangrejos pequeños.
-Te los vendo. No tengo romana, pero supongo que habrá un kilo. Tres euros y son tuyos.
No le compré la pesca. Tampoco sé cocinar. Pero le agradecí su oferta. 
Un día más Gervasio llevará su botín y lo repartirá entre sus vecinos. Una noche más, María, del 5ºC, le llevará un tupper con una docena de cangrejos cocinados para que los cene el pescador.