Pensar en el arte de la palabra es pensar en Antonio Gamoneda Lobón (Oviedo, 1931). Sus versos, muy vinculados al sufrimiento del ser humano y con un carácter altamente intrínseco, han contribuido a crear escuela en el ámbito de la poesía.
Su primer poemario, Sublevación inmóvil, sentó la primera piedra de una de las trayectorias más significativas del género. Antes de eso, desarrolló su pasión por la palabra gracias al único libro de su casa, Otra más alta vida, escrito por su padre.
Influenciado por la Guerra Civil y la represión franquista, el dolor de aquellos años ha quedado plasmado en su obra, y de ello da cuenta su trabajo más reconocible, Descripción de la mentira.
¿Qué autor le hizo enamorarse de la poesía?
Tengo poco que contar de mi relación juvenil con la poesía, pero sí bastante sobre mi relación infantil con ella.
Era 1936. Las escuelas estaban cerradas porque el magisterio estaba sufriendo una represión feroz. Por aquel entonces, tenía cinco años y quería aprender a leer. Mi madre, viuda, se había trasladado desde Oviedo a León. En ese traslado se llevó un único libro, Otra más alta vida, cuyo autor era mi padre. Lo había publicado en 1919 y era la biblioteca de mi casa.
Mi madre tuvo el acierto de dejarme acceder a aquel libro. Quizás lo hizo con una intención poco clara sobre que fuera a hacer algo con él. Yo solía preguntar: ¿Qué palabra es esta? ¿Y esta letra? Así estuve durante una temporada. Con esa única obra, aprendí a leer.
Con ella tuve también mi primer contacto con la poesía, pues era un libro de poemas. Advertí que las palabras tenían un sonido, una condición fonética que no estaba presente en la conversación. De ahí en adelante, estuve puesto en vías de ser poeta.
Su camino en este arte le llevó a publicar en 1966 Sublevación inmóvil, su primer libro de poemas. ¿Cómo fue esa escritura inicial?
León y Palencia han sido tierra de poetas. En aquellos momentos, cuando tenía unos 15 años, estaba en circulación una de las dos revistas más fuertes de la inmediata posguerra, Espadaña. Sus fundadores fueron Antonio González de Lama, Victoriano Crémer y Eugenio García. No ejercieron de maestros conmigo, pero yo sí ejercí de discípulo con ellos, pues solían prestarme varios libros.
Así llegué a mis 29. Por aquel entonces, todos los poetas tenían que concursar al premio Adonáis, el único de cierto relieve que había en España. Concursé, pero no gané. Ganó, y lo hizo justamente, Francisco Brines. Reconozco que su libro era mejor que el mío.
A José Luis Cano y a algún miembro más del jurado les pareció que mi libro, Sublevación inmóvil, como finalista, había que editarlo. Ahí terminó la historia.
Es indudable que la Guerra Civil ha influido en sus versos. ¿Cómo ha traspasado esas vivencias a la letra?
La Guerra Civil terminó, aunque solo sea un decir porque no ha finalizado todavía, cuando tenía ocho años. Mis experiencias eran infantiles, pero eso no significa que estuvieran desinformadas ni fueran ligeras.
Los chiquillos nos enterábamos de que estábamos en guerra y que, más allá del río, estaba el penal de San Marcos, por el que salían todas las mañanas camionetas llenas de muchachos republicanos a los que iban a fusilar en Puente Castro. Las visitas nocturnas de los pistoleros falangistas a las tres de la madrugada, por muy niño que fuera, también las escuchaba.
Son experiencias que no solo son percibidas, sino que se mantienen para que el que se las guarda sepa por qué tiene la conciencia y la conducta que tiene.
La repercusión de la Guerra Civil en mi vida personal y social todavía no ha terminado. Sus consecuencias siguen produciéndose todos los días. Hay unos niños de la guerra que se van decantando, si no lo estaban antes, por los perdedores y los ganadores. Esa repartición se sigue percibiendo hoy en día en el país.
Mis circunstancias y movimientos biográficos siguen igual que hace 85 años, porque todavía existen esas dos Españas. Así son las cosas y, con esos matices, mi vida más personal, que es a su vez la más ligada a la escritura, ha llegado hasta el día de hoy.
Su poesía siempre ha estado caracterizada por estar impregnada con una fuerte carga de simbolismo. ¿Qué experiencia le ha costado más circunscribir a una imagen poética?
No lo sé, ya que, si lo supiera, seguramente no sería poeta. Ser poeta es no tener una conciencia clara de la realidad, poseer una cierta condición inocente. Estoy enterado de mis experiencias y las tengo asumidas. Ser poeta en relación a ellas es difícil, pero he asumido esa dificultad como un valor.
La poesía no es una cosa fácil. No es necesario entenderla como la gente quiere hacerlo. Todas las vivencias convertidas a este género han constituido un esfuerzo para mí. No creo en los poetas fáciles, y yo no lo soy, desde luego.
Es de obligado cumplimiento hablar de Descripción de la mentira, considerada por muchos como su obra más importante. Publicado originalmente en 1977, este poemario recoge una amplia y profunda reflexión sobre el dolor humano, influenciado por la represión franquista sufrida durante la dictadura. ¿Cómo fue escribirlo por primera vez?
El libro tiene su historia. La censura había intervenido un libro mío y, para que pudiera ver la luz, había que podarlo. Este hecho fue suficiente como para que me dijese a mí mismo que no iba a volver a publicar nada en España hasta que no se pudiera hacer dentro de una razonable libertad.
Me encontraba en esa situación de no escribir. Un amigo mío, Emilio Alarcos, un lingüista de primera fila, académico y catedrático de Oviedo, me tendió una trampa llena de buena intención. Un día recibí una carta informándome de que la Fundación Juan March me había concedido la beca que había solicitado, pero yo no había solicitado nada. Había sido Emilio el que lo había hecho por mí.
Me concedían la beca si, en el plazo de un año, escribía un libro. Fue cuando escribí Descripción de la mentira que, naturalmente, se convirtió en un relato de lo que había sido y lo que iba a ser España.
Ha sido reconocido con el Premio Cervantes de 2006, el Premio Nacional de Poesía de 1988 o el Premio Reina Sofía de 2006, por citar los más importantes. Estas distinciones dan cuenta de su alto prestigio en el reinado del verbo, pero, ¿qué significaron realmente para usted?
No puedo decir que me traen sin cuidado porque no es verdad. Me considero un afortunado y los agradezco. No obstante, podrían no habérmelos otorgado y no sería muy significativo. No me parece que los que tengan premios similares sean necesariamente grandes poetas. Eso no quita para que los agradezca y, si llevan consigo una partida económica, me vienen muy bien.
No soy mejor poeta al día siguiente de recibir un premio importante.
Después de tantos años escribiendo, ¿percibe una evolución?
No puedo contestar a esto de manera aceptable. Es más un trabajo para críticos y biógrafos.
Lo único que puedo decir es que, ahora, mi carga de experiencia y conocimiento la voy teniendo más establecida. Llegado un momento, tengo menos cosas que saber, y cada vez soy más capaz de ver las que sé de una forma más dura y serena. Me encuentro en una edad en la que estoy mucho menos receptivo. He llegado a la copa más alta de mi capacidad para experienciar el mundo.
¿Qué recuerda de la poesía del siglo pasado?
La Guerra Civil conmovió este arte, dividiéndolo en la poesía de los derrotados y la de los vencedores. Eso, en el mal sentido, fue un momento muy característico de lo que por aquel entonces estaba ocurriendo.
Terminó la guerra y se empezó a hablar de la primera generación de poetas de posguerra. En Palencia, no mucho después, José María Fernández Nieto comenzó a editar la revista Rocamador. Aquellos poetas no tenían una textura crítica en cuanto a los términos políticos. Era gente que quería una cierta libertad y no les interesaba la coloración.
Poco a poco, con la cultura que fui adquiriendo, entré en la segunda o tercera generación de poetas de la posguerra, aunque no creía mucho en las generaciones. He tenido la conciencia que creo que debía tener, y he llegado al fin de mi vida manteniéndola y tratando de comunicarla de manera razonable. Mi escritura poética y no poética se ha impregnado de dicha conciencia, pero sin llegar a ser tampoco un órgano de propaganda.
No sé si se va a resolver la división de las dos Españas, cada vez menos sensible y perceptible, pero no menos real. Al menos, no en mis días.
Hago una poesía que podríamos llamar residual, no por considerar que tenga un carácter de residuo, sino porque está ya hecha. Estoy más agarrado a ella que los pocos poetas que superan en el país los 80 años, los cuales se confiesan más indiferentes y desinteresados.
Menciona a los poetas de avanzada edad, pero, actualmente, hay muchos jóvenes involucrados con el arte de la palabra. Ha tenido contacto con alguno de ellos durante las XV Jornadas de Poesía Ciudad de Palencia. ¿Qué es lo que les transmite?
No tengo más que una voluntad. No tengo intención de enseñarles puntualmente nada. Ya les he transmitido que, en lugar de decirles sota, caballo y rey, tienen que saber que la poesía que merece la pena es la que está cerca de una conciencia bien informada.
Los hombres y mujeres con una conciencia exigente no se conforman tragando las cosas como se las proporcionan los libros y los profesores. Tienen que tener una recepción crítica de la realidad y de los movimientos españoles, tanto poéticos como no poéticos. Pero eso es cosa de ellos. Si quieren hacer algo de interés, que yo creo que sí quieren, deben tener la poesía y la conciencia en el mismo bolsillo.
¿Es condición imprescindible esa conciencia crítica que menciona para ser poeta?
Para ser uno que merezca la pena sí; para serlo como quien tiene un adorno en el pelo, no. La poesía realmente merece la pena si tiene una voluntad de conocimiento y de actividad en el mundo tal y como lo vemos.
Siempre se ha caracterizado por escribir con una visión pesimista
Pesimista no soy yo, sino el mundo. Si en Palencia hay una sola persona que no tiene un techo, no puedo ser optimista.