Una tarde de agosto salí a tomar el fresco y una cerveza a una terraza de la zona de María de Molina. A las nueve de la noche parecía abrirse una tregua a la calorina que habíamos soportado toda la jornada. A duras penas conseguí encontrar una mesa en la terraza.
Aproveché la suerte de que un matrimonio con niños decidiera abandonar el velador que ocupaban. Solicité una cerveza helada y comencé a conversar por whatsapp con una amiga de Santander con la que tenía una creciente deuda comunicativa.
A los pocos minutos una pareja de ancianos se asomó a la terraza de la cafetería buscando acomodo en una de las solicitadísimas mesas del establecimiento. El hombre se movía en una silla de minusválido motorizada.
Era un señor alto, fuerte, con cara de pocos amigos y no parecía llevar nada bien sus limitaciones de movilidad.
La mujer, menuda y nerviosa, procuraba facilitar el camino a su esposo. Con agilidad despejaba los obstáculos que impedían el avance de la silla. Aparentaba bastantes mas años que su marido. Quizás los numerosos surcos de las arrugas de su cara parecían avejentarla. A mí me parecía un rostro amable, incluso hermoso. De una anciana con mucha vida por detrás y con las marcas lógicas del tiempo. La pareja hacía tiempo que había dejado atrás los ochenta años.
Al levantar la vista de mi celular pude observar la decepción del matrimonio. No había sitio. El rostro malhumorado del hombre acentuaba su malestar, llegando incluso a culpar a la esposa por no haber salido antes de casa. Les hice un gesto y les invité a que ocuparan los asientos libres de mi infrautilizada mesa de la terraza.
-«¿No le importa?» me agradeció la mujer.
-«En absoluto», les insistí.
Y se sentaron junto a mí, una vez que despejaron sitio para aparcar la silla motorizada del anciano.
Seguí mi charla por whatsapp al menos otra media hora, olvidándome de la presencia del matrimonio en mi mesa.
-«Oye, chaval, ¿te importa que fume?», me interrumpo el señor.
-«Usted verá si su salud se lo permite», le contesté.
La mujer se enfadó con su marido. «¡Cómo le llamas chaval! ¡No ves que es un señor!».
Casi hubiese preferido el trato del esposo.
-«¿Qué edad tienes?»
-«68 años», le contesté.
-«Lo que yo decía. Un chiguito», volvió a intervenir el señor.
Nos presentamos. Ernesto y Delfina me confesaron haber cumplido 89 años. Yo les hablé de mi madre que ya había dejado atrás los 94 y estaba estupenda. Los ancianos sonrieron al escuchar esta información. Delfina era curiosa y continuó sometiéndome a un interrogatorio con el que pretendía resumir mi vida. Contesté educadamente lo justo para no parecer descortés. No obstante, ella se apresuraba a sacar sus propias conclusiones.
-«Se nota la cultura y la clase que usted tiene. En mi familia todos tenían bachiller superior. Incluso hay un par de primos que obtuvieron la licenciatura. Uno ejerció como profesor del instituto Jorge Manrique y el otro fue secretario de Ayuntamiento tras ganar unas oposiciones al acabar Derecho. Yo misma fui profesora de piano y enseñaba a señoritas los rudimentos del instrumento. Eso sí, siempre en mi casa». «Yo siempre noto a la gente con clase», insistía Delfina que ni por esas conseguía que yo le diera más información sobre mi vida. Ernesto encendió un nuevo pitillo.
-«Yo siempre se lo diga a esta. A nuestra edad tenemos que comer bien, beber bien y disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Con eso y una buena compañía se puede esperar felizmente a la muerte».
No me parecía mala receta.
Ernesto y Delfina acabaron descubriendo que vivíamos en el mismo portal de la calle María de Molina. A mí, la verdad, la cara del marido me sonaba de semanas atrás, cuando estaba haciendo la mudanza a mi apartamento. Creo que un día mientras esperaba el ascensor, coincidí con él. Le vi torpe para abandonar el recinto del elevador y le ofrecí mi ayuda. Rechazó mi auxilio y tras una serie de maniobras consiguió liberar su vehículo del estrecho recinto del ascensor.
Cuando me despedí de ellos, recordé a Ernesto nuestro reciente encuentro en el vestíbulo. «Creo que le vi a usted hace unos días en el portal de nuestro edificio».
-»No», mintió. «Te confundes, chaval. Yo jamás olvido una cara».