Sus padres tenían una de aquellas cantinas, que era también tienda, en las que se podía encontrar de todo. Y mientras él iba a atender las fincas de labor, su progenitora estaba tras el mostrador atendiendo a los clientes. En aquellas circunstancias recuerda que era Basilio quien la recogía y la llevaba a jugar y a dar paseos. «No era mi abuelo de sangre, pero yo lo sentía como tal», afirma.
Una vez en Guardo, adonde la familia trasladó su negocio, rememora Eulalia Pinilla Fernández -Lali para familiares, amigos y vecinos- sus años en el colegio Amor de Dios y sus primeros contactos con la ayuda al prójimo.
«Había un sacerdote, Lázaro Gordo, que nos llevaba a leerles novelas del oeste a los enfermos de silicosis y, además, yo era de las Hijas de María y me encargaba de colocar los productos que entregábamos a los necesitados o iba a limpiar la Casa del Pobre. Ahí fue donde empezó esa vida mía de ayuda a los demás», explica. Claro que, a su juicio, la motivación no fue solo circunstancial.
«Me inculcaron muy buenos valores en casa, sobre todo mi papá», subraya, al tiempo que recuerda que tanto a ella como su hermana les hizo respetar a los más necesitados y vulnerables. «Nos decía que si entraba alguien en la tienda y no tenía dinero para algún alimento básico, había que dárselo, sobre todo cuando se trataba de una familia, y que a los niños no tenía que faltarles leche y pan», apostilla.
Entre aquellas enseñanzas y ejemplos creció Lali Pinilla, asumiendo como si fuera una parte de su propia naturaleza, la inclinación a ayudar a la gente y a colaborar con todas las causas que considerase justas.
En cuanto a su formación, comenta que cursó hasta cuarto de Bachillerato y reválida examinándose por libre en el instituto Jorge Manrique y que continuó, con el mismo sistema, en la Escuela Normal, hasta que se fue a Madrid, donde completó el Bachillerato y la reválida de sexto y empezó a estudiar Óptica.
«A mis padres no les hacía mucha gracia que tuviera novio siendo tan joven y por eso me enviaron fuera a estudiar, pero lo cierto es que no les sirvió de mucho porque volví y me casé con él a los veintidós años», señala.
Y como nuestra protagonista no sabía estar mano sobre mano, pronto montó su negocio, la taberna Marpi, de la que conserva magníficos recuerdos, numerosas anécdotas, cientos de amistades y un enorme poso de afectos. También muchas horas de trabajo salpimentadas con buenas dosis de generosidad.
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