Cuando en 1949 irrumpe en la escena española «Historia de una escalera», comienza no sólo la andadura profesional de su autor sino también la del nuevo drama español.
En medio de obras mediocres e intrascendentes, meramente evasivas, la obra de Buero rompe el silencio y conmueve a un público acostumbrado hasta entonces a ir al teatro a reír o a pasar el rato.
Lo que encuentra el espectador en esta obra, lo mismo que en las demás obras del autor, son una serie de interrogantes y reflexiones sobre la existencia misma del ser humano.
Podríamos decir que el espectador sale del teatro al acabar la representación, pero no del drama pues se lleva la problemática de la obra consigo aunque no quiera.
Lo que se plantea en «Historia de una escalera» es algo tan importante como la necesidad de luchar por nuestros ideales, y el hecho incuestionable de que de esa lucha dependerá nuestro triunfo o nuestro fracaso en la vida.
Nacido en Guadalajara en 1916, Antonio Buero Vallejo padeció los horrores de la guerra civil y estuvo seis años encarcelado por sus ideas de izquierda.
Desde su salida de prisión en 1946, decidió abandonar su inicial vocación artística por el dibujo, y dedicarse a escribir obras de teatro.
El Premio Nacional de Teatro «Lope de Vega» concedido a su obra en 1949, y el revuelo que se armó al saber la identidad del autor, lo catapultó al éxito más rotundo e inesperado, dentro y fuera de España.
Aquel «hombre reposado, de pausada vida y modales, de preciso y contenido hablar», aquel «solitario solidario» aportaría a la escena española algunas de las obras más profundas e impresionantes del siglo XX.
Cuatro veces se le concedió el Premio Nacional de Teatro, en 1971 se produjo su entrada en la RAE, y en 1986 recibió el Premio Cervantes. El compromiso y la defensa de la libertad son las características principales de su teatro, y por ello precisamente tuvo que soportar la censura del Régimen, que estaba acechante a pesar de los premios que se le concedían, y también la crítica de algunos escritores de izquierdas, que le echaban en cara que no ideologizase más sus obras.
El teatro de Buero podría calificarse de humanista, si por tal entendemos una defensa apasionada de la dignidad del hombre, aunque ese humanismo nunca aparece de forma panfletaria ni partidista, evitando siempre caer en el peligroso maniqueísmo, y esa objetividad e independencia es quizá la cualidad que más he admirado siempre en él.
Son muchas las obras dignas de mención y escaso el espacio de que dispongo, pero es imprescindible mencionar, por ejemplo, el tema de la ceguera, tratado de foema metafórica y presente en obras como En la ardiente oscuridad o El Concierto de San Ovidio.
Tres personajes inolvidables, convertidos en adalides de lo que el autor defiende, son Esqulache Un soñador para un pueblo), Velázquez (Las Meninas), y Goya (El sueño de la razón). En las tres obras, situadas en distintas etapas de la historia de España, vemos la misma lucha por la libertad y por la independencia personal.
Especialmente problemático fue el estreno de una obra en que se atrevió a tocar el tema de la tortura, y que tuvo que esperar diez años -hasta 1976- para ser estrenada (La doble historia del doctor Valmy).
El tema de la guerra civil late inequívocamente en el fondo de muchas de sus obras, aunque el autor ha eliminado cuidadosamente datos y referencias que podrían situarlas en un tiempo y lugar determinados.
Así, El Tragaluz, una de sus obras más importantes, es un drama centrado en una familia compuesta por la figura del padre y sus dos hijos. Vicente es el triunfador, el que «se ha subido al tren» mientras que Mario se ha resignado a una postura pasiva y llena de negatividad.
La locura del padre viene de atrás, de los tiempos difíciles de la guerra, cuando Vicente se subió a un tren llevándose la bolsa de la comida, hecho por el cual la hermana pequeña murió de hambre...
Como conclusión, me resulta profundamente injusto que la figura de este autor se haya casi olvidado y por eso me parece necesario actualizar el mensaje de sus obras, y su presencia humilde y elegante al mismo tiempo, de exquisito trato, y sin el más mínimo poso de resentimiento o resquemor por las penurias vividas, «uno de esos escasos seres humanos hechos de otra pasta, íntegro».