Dominic Pelicot ha sido condenado a 20 años de prisión por violación agravada en la persona de su esposa, Gisèle Pelicot, en uno de los casos judiciales más relevantes de los últimos años. El proceso ha servido para levantar acta pública de un conjunto de conductas intolerables amparadas por un submundo machista y enfermo en su relación con la sexualidad en el que se instalan hombres aparentemente normales. Un tribunal de Aviñón ha dictado, además, penas que suman más de 400 años de prisión para otros 50 acusados cómplices.
Con su decisión de someter a escrutinio público los más de once años de violaciones continuadas auspiciadas por su marido, Gisèle Pelicot ha cambiado el paradigma con el que la sociedad se enfrenta a la violencia sexual contra las mujeres. De alguna manera, su valentía ha hecho posible el lema feminista de que la vergüenza debe cambiar de bando y ha llamado la atención sobre la necesidad de establecer un nuevo marco mental sin resquicio alguno a la duda de que las víctimas no pueden parecer culpables y de que no hay excusas que reduzcan la vileza y la vergüenza para los autores. Durante tres meses, su rostro serio y su determinación feroz ha sido el símbolo de una de las luchas sociales más justificadas en el mundo contemporáneo, pero el contexto de solidaridad y empatía con la víctima no puede llevar a engaño sobre el sustrato machista en el que se asientan muchas de las relaciones entre hombres y mujeres. Baste recordar que, pese a las evidencias visionadas en el juicio, casi ninguno de los acusados reconoció las violaciones y se escudaron en una supuesta falta de intención, en un error de apreciación o en los traumas infantiles.
El coraje de Gisèle asumiendo el coste de emocional, enfrentando su rostro al de sus violadores y rechazando revictimizarse contrasta con la cobardía repugnante de quienes son incapaces de establecer relaciones entre iguales con las mujeres y de quienes miran para otro lado negando incluso la existencia de una violencia machista o enmascarándola en otras violencias, siguiendo un patrón similar al que otros han utilizado para explicar el terrorismo en un contexto de agresiones múltiples.
A diferencia del MeeToo, lo ocurrido en Francia no está protagonizado por hombres ricos y famosos, sino por personas comunes, ciudadanos con apariencia de tipos geniales que, como míster Hyde, escondían un monstruo. Esta cotidianeidad obliga a replantear muchos de los subtextos con que se explican las relaciones entre hombres y mujeres, pero sería contraproducente extender la culpa a todo el género – «todos los hombres son violadores en potencia»- o plantear legislaciones con más carga emotiva que destreza técnica, como ha ocurrido en España.
Si la exposición pública de esta bestialidad acaba influyendo en que algunos hombres se replanteen las relaciones con las mujeres - especialmente las de poder- o inspira políticas públicas que trabajen en la igualdad y el respeto, la heroicidad de Gisèle se verá recompensada