Ayer cambié el itinerario de mi paseo matinal. No modifiqué el recorrido, pero sí la forma de realizarlo. Casi siempre suelo dirigirme por la carretera que lleva al monte El Viejo, el gran pulmón de la ciudad, y, al llegar al contundente puente de piedra sobre el Canal de Castilla, viro a la derecha para acercarme hasta la primera o segunda esclusa que me encuentro siguiendo la sirga junto al cauce artificial.
No sé por qué motivo ayer ejecuté el paseo al revés. El resultado retrasó hasta las doce del mediodía mi paso por el puente para dirigirme al centro de la ciudad.
Sabía que cerca de allí se ubicaba uno de los centros psiquiátricos más famosos de España. San Juan de Dios, el manicomio, como recuerdo haberlo nombrado en mi lejana juventud, cuando el lenguaje políticamente correcto no hacía aún estragos en el idioma.
Manicomio, casa de reposo, hospital siquiátrico… la Residencia de San Juan de Dios hace una labor impagable desde hace décadas. Sobre todo, desde que cerraron muchos centros de este tipo en España.
Al parecer hubo un día en que los políticos de nuestro país decidieron que ya no había locos y que, por lo tanto, ya no eran necesarios los manicomios. Las familias deberían asumir los cuidados de los enfermos psiquiátricos, apoyadas por centros de día más o menos eficientes. Pero las demencias, los brotes psicóticos, el Alzheimer, la bipolaridad, la esquizofrenia… no se evaporaron con la desaparición de los centros asistenciales que cerraron sus puertas. Sólo se ocultaron.
El hospital San Juan de Dios de Palencia es una de las gratas excepciones de centros psiquiátricos que no sólo subsistieron, sino que crecieron hasta convertirse en uno de los centros de referencia nacional en asistencia a enfermos mentales.
En mi regreso a la ciudad por la carretera que conduce al monte El Viejo coincidí con todo un rosario de personas que caminaban solas, ensimismadas, en fila, de vuelta al centro de San Juan de Dios. Todos eran hombres.
Cada uno denotaba una patología, suficientemente controlada por la medicación como para que se les permitiera un paseo de ida y vuelta a la ciudad, sin tutores que los acompañaran. El litio y otros psicofármacos de última generación producían el milagro de cierta normalidad en la vida de los pacientes.
Unos te saludaban con una mueca poco ensayada, otros parecían no verte y casi se chocaban con los viandantes. Nadie hablaba con nadie. Todos parecían cumplir una rutina diaria. Parece evidente que aquellos enfermos más graves, más peligrosos para ellos mismos o para los demás, no podían realizar ese paseo diario y se veían obligados a permanecer en el hospital.
Cuando me crucé con este insólito desfile de desheredados de la tierra tuve tiempo para reflexionar sobre el debate nacional que se ha planteado con la eutanasia.
«Yo, si me viera así, preferiría que me dieran una pastilla y me mataran». «Mil veces mejor muerto que con una enfermedad que no te permite reconocer a tus hijos».
«¿Qué vida es esa en la que tiene que limpiarte el culo y ducharte a diario una persona que ni conoces ni te resulta familiar? Mejor, muerto».
Todos hemos escuchado comentarios y reflexiones parecidas. Rara es la persona que no conoce un caso de demencia grave en su entorno.
¿Saben por qué repetimos coralmente tales afirmaciones?
Porque cuando lo hacemos, en ningún momento pensamos que nos puede pasar a nosotros. Esas enfermedades son de los otros, no nuestras. Y por ello reaccionamos con esa frialdad y esa aparente contundencia.
¡Claro! Tampoco se les puede preguntar a los interesados qué opinan o qué harían ellos. «Tienen el cerebro de corcho», se oye decir.
¿Estamos seguros del enfermo con grave senilidad? ¿Creemos que no disfruta cuando su enfermero le lava, le peina y otros asistentes sociales le dan de comer cada día?
No tenemos ni idea.
Sí sabemos que atenderles es muy caro, que supone un dineral para las arcas públicas.
Antes de volver a frivolizar con la eutanasia para este tipo de enfermos, no vendría mal darse un paseo por el itinerario de las almas perdida que va desde el centro de la ciudad al Hospital de San Juan de Dios. Y mirar a la cara a estos dolientes enfermos.
Para que no haya confusión, defiendo la eutanasia para enfermos terminales que padezcan un dolor insufrible en los últimos días de su vida. Al menos, para mí.