Hay una cosa que a los países civilizados les sirve para relacionarse pacífica y positivamente con los demás. Se llama diplomacia. Y tiene sus reglas. Y el hecho de que los que no son civilizados, o no lo suficiente, nos las cumplan, no significa que los civilizados no las tengan que cumplir. Así, en relación con el más que probable pucherazo electoral de Nicolás Maduro, Europa, y España en ella, hace lo que puede dentro de los límites de la civilidad y la diplomacia precisamente, poco más que presionar para que el gobierno venezolano publique las actas electorales que acrediten los resultados, y que, por razones que a nadie escapan, se resiste a publicar.
Casi todo el mundo tiene la firme sospecha, cuando no la convicción, de que los resultados de los comicios de julio fueron amañados por el régimen de Maduro. Su negativa a publicar las actas, que lo mismo ya habrá hecho desaparecer, abona ese sospecha y esa convicción, pero sin las actas que lo acrediten como tal no hay, en puridad, ganador, esto es, ganador legal, real, lo cual alude tanto al que por el morro y por su aparato represivo se autoproclamó vencedor, como al que seguramente obtuvo más votos pero carece de la ratificación que proporcionan esas actas que contienen las verdades de los resultados.
Aunque con algunas diferencias, el caso de Edmundo González se asemeja al de Guaidó, al que algunos países se precipitaron a reconocer como presidente de Venezuela sin haberse presentado a elecciones ningunas siquiera. Edmundo González sí se ha presentado, y puede que las haya ganado, pero la ansiedad de algunos por acabar con el delirante régimen venezolano pretende no sólo lo imposible, sino lo indeseable, reconocerle presidente con todas las de la ley allí donde es baladí reconocerle y donde con ello se suma otro eslabón en la cadena de despropósitos e ilegalidades. ¿Qué puede hacer Europa,o EE.UU., o México, o Chile, o Brasil, para que Maduro reconozca que es un chorizo que robó las elecciones? Poco. Pero España ya ha hecho algo, salvar la cabeza de Edmundo González, que en Venezuela olía a pólvora.