Cuando se cumplen dos años de la invasión rusa de Ucrania, con escasas, por no decir nulas expectativas de un fin próximo del conflicto, el mundo entero se enfrenta a la situación con cierta desesperanza. Esa actitud, o ese sentimiento, son todavía más acusados en los cientos de miles de ucranianos que tuvieron que dejar su país en busca de lugares donde vivir y criar a sus hijos en paz. Muchos lo habían perdido todo, empezando por familiares, amigos y compañeros de trabajo, y para una inmensa mayoría había desaparecido de su horizonte inmediato el trabajo, el negocio, los ingresos económicos, la posibilidad de seguir estudiando en el colegio o en la universidad y las opciones de socializar y de mantener su estatus. España fue uno de los países de acogida del contingente de refugiados que buscaban la salvación, la mera supervivencia, dejando atrás bienes, propiedades y a los varones de la familia, obligados por la ley marcial a servir en labores militares defensivas u ofensivas. Fue muy doloroso verlos traspasar sus fronteras e ir repartiéndose por distintos países de la eurozona. Y lo fue también verlos llegar a nuestros pueblos y ciudades, con la tristeza en el rostro y demandas tan básicas como techo y comida.
Palencia acogió a 360 de esos refugiados ucranianos entre 2022 y 2023, cuadruplicando la cifra de los que hasta entonces vivían en la capital y la provincia. Era una situación de emergencia y era una causa humanitaria y los palentinos, que son buenos anfitriones con los turistas y los peregrinos que pasan por aquí voluntariamente, lo fue naturalmente con quienes se veían obligados a hacerlo empujados por una peligrosa situación de guerra. La capital y Paredes de Nava fueron los lugares donde esa acogida tuvo mayor fuerza y tanto desde la Cruz Roja, como desde las asociaciones Mont Blanc y Acción Familiar o de la mano del Ayuntamiento paredeño y de algunos residentes ucranianos asentados en esa localidad desde hace tiempo, se les prestó ayuda, protección, asesoramiento en la tramitación de sus papeles de residencia, en el aprendizaje del idioma, en la escolarización de los menores y en la búsqueda de espacios residenciales y de puestos de trabajo.
Algunos de ellos han vuelto a lo largo de estos dos años a su país, otros han cambiado su destino a otra nación o a otra provincia española y los que siguen aquí están muy pendientes de la evolución de la crisis bélica, estancada en muchos sentidos y enquistada como un mal tumor. No lo pasan bien porque la preocupación por la familia que dejaron allí o por la falta de expectativas laborales aquí no deja mucho espacio a la esperanza. Aún así, lo que corresponde es seguir intentando que su vida lejos de casa sea lo mejor posible.