Era un poeta, Juan Ramón Jiménez, quien decía eso, que cuando le rodeaba el ruido, fuera del tipo que fuera, no podía ver. Eso mismo digo yo y decimos muchos en cuanto nos sumergimos en la lectura en un viaje en tren o en avión, lo imposible de leer si hay muchos españoles alrededor.
Y es que gritamos como nadie, somos campeones en el arte de meter ruido, especialmente al lado de los franceses, los holandeses, los alemanes que nos rodean, que se muestran celosos de su intimidad, y no vociferan ni cogen el teléfono si hay alguien a su lado. En el AVE español te enteras de las operaciones de los cuñados de los viajeros, de los problemas amatorios, de lo que piensan de casi todo, de sus penas y de su ego. De todo.
Y claro, así, o te lo tomas con humor y abandonas a Pessoa o a Lacan y los cambias por esas conversaciones que mantienen a voz en grito tus amables compañeros de ruta, o te desesperas.
A veces hablan entre sí. Es muy entrañable. Aunque se acaben de conocer y tengan su primera mutua entrevista psicoanalítica con su vecino de asiento ya le entregan su secreto más íntimo. Caray con el personal, construye un diván en cualquier departamento de la Renfe. Es muy cierto que el significante cualquiera al que se articula un discurso es eso, cualquiera. Y cuanto más desconocido uno puede reinventarse más libremente, cambiar el guion de una vida, dar una versión inédita de un episodio y presentarse en sociedad, en la efímera del tren de la Renfe, cual personaje sacado de su propia novela familiar.
Pero a lo que vamos, que el ruido es insufrible. El clamor social de opinionismo de casi todo hace aún mejor aquella idea de Azaña: «Si los españoles habláramos sólo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar».