Peralta

FERNANDO PASTOR
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CERRATO INSÓLITO

PERALTA

En Hérmedes de Cerrato por los años 50-60 ejercía un sacerdote, D. J., al que llamaban Peralta, por los famosos hermanos rejoneadores, Ángel y Rafael Peralta. Era una forma de llamarle torero, debido a su comportamiento.

Jugaba con los vecinos al julepe o al subastado. Cuando perdía se ponía de muy mal humor; de hecho, procuraba no perder haciendo cuantas trampas podía: escondía cartas en la sotana o en los zapatos para decir que le faltaban cartas. Quienes jugaban con él lo sabían pero al principio no se atrevían a encararse con él. Con el tiempo ya le dijeron que o jugaba sin trampas o no jugaba.

Era fumador y cuando acababa un cigarro metía la colilla encendida en el bolso de quien tuviera cerca, quemándoles la chaqueta o el pantalón.  

Entre él, el médico, el zapatero y un vecino al que llamaban El Piqueras hacían una broma a quienes llegaban nuevos a trabajar al pueblo, como el secretario del ayuntamiento, o el maestro. Les invitaban a merendar tortilla de jamón y echaban trozos de suelas de zapatillas. Al probarla los invitados exclamaba «uy, qué  duro está el jamón», y ellos estallaban en carcajadas. 

Se metía en los corrales y cogía pollos. En una ocasión le tendieron una trampa: simularon que salían todos los miembros de la casa: prepararon los machos y uno dijo en voz alta «me voy a trillar», y otro respondió «voy contigo», y dieron un portazo, pero se quedaron dentro de la casa. Al poco oyeron cacarear en el corral. Salieron y le pillaron llevándose un pollo entre la sotana. Le llamaron de todo pero él se limitó a soltar el pollo, sin mayores disculpas.

Su atracción por las mujeres le pasó alguna mala pasada. En la celebración de una boda en Baltanás participó en los bailes y juegos posteriores y sus arrimones le ocasionaron que un hombre al que apodan Perdigones la emprendiera a cintazos con él. 

De hecho él se enteró de que le llamaban Peralta porque un día acercó demasiado las manos a una chica, N., y ésta respondió diciéndole «anda, tío Peralta, sinvergüenza, más vale que vaya a decir misa». Ese incidente tendría continuación cuando fue a oficiar un bautizo y se encontró con que N. era la madrina, negándose a oficiar si no cambiaban de madrina (no la perdonaba el rechazo). Finalmente, hizo el bautizo, pero se marchó sin acudir al convite, al que estaba invitado. 

Era vox populi que tenía una novia, a quien en el pueblo llamaban sobrina. Estando en el bar viendo una corrida de rejones, un vecino al que apodaban llamaban El Chino, exclamó «¡mira dónde sale Peralta!». 

Otro vecino respondió inocentemente que no era ninguno de los hermanos Peralta sino Domecq, otro rejoneador famoso de la época. El Chino ya lo sabía, pero lo había dicho por mofarse del cura, pensando además que él no sabía que le llamaban así. Pero sí lo sabía ya, y saltó como un resorte diciendo «ese lo que es, es un chiiiinoooo». 

Tenía Peralta una relación muy tensa con un vecino, Santiago Rubio. Este era pastor y no podía acudir a las misas dominicales por estar con las ovejas, por lo que el cura aprovechaba la mínima ocasión para buscarle las vueltas. Era un pique que a la vez hizo que tuvieran mucha confianza entre ellos.

Una de esa ocasiones fue cuando estando administrando la extremaunción a un moribundo pasó Santiago con el rebaño, con sombrero puesto. El sacerdote le pidió que se descubriera pero no lo hizo, por lo que le conminó a acudir a misa el domingo siguiente y subir al altar con él. Santiago, con tan solo 18 años, se sintió culpable y dejó el rebaño ese día para acudir a la iglesia. 

Había expectación en el pueblo cuando Peralta lo anunció, ya que suponía que Santiago pasaría de no acudir a la iglesia a hacerlo en el altar junto al cura dando misa. Pero cuando iba por el pasillo de la iglesia, D. J. le cogió y no le dejó subir, se quedó en un banco delantero medio escondido, ante la desilusión de los vecinos que no pudieron ver a Santiago en el altar. El cura le había utilizado para burlarse de los vecinos creando expectación.  

Santiago, amante de la juerga, en unas fiestas arrancó a cantar. No fue del agrado del sacerdote, que le recriminó tan mundana expresión. Santiago reaccionó agarrándole de la sotana; se enzarzaron y Peralta cayó por la escalera. Aunque no sufrió lesiones a Santiago le condenaron a indemnizarle con 500 pesetas. Pero D. J. se portó bien: no quiso el dinero y se lo devolvió a la madre de Santiago.

En otra ocasión Santiago se encontró con una chica que conocía y caminaron juntos. Se cruzaron con el cura, que iba de paseo. En ese momento no les dijo nada, pero cuando coincidieron en el bar le inquirió sobre lo que había hecho con esa chica. Santiago dijo que nada y D. J. le echó una broca de órdago diciéndole que no le creía. 

Cuando D. J. se jubiló se marchó a una residencia de curas y dejó sola a la sobrina con la que había vivido, que se tuvo que ir con otras personas. Esta sobrina comentó «yo sabía que mi tío era sinvergüenza, pero no sabía que tanto». 

Mucho tiempo después, un día de San Juan,  Peralta se pasó por Hérmedes y se cruzó con Santiago y otro amigo. Le saludaron pero él no conoció a Santiago. Cuando le dijo quien era respondió «con lo guapete que eras de joven, qué feo te has vuelto».