Los profesionales del campo español protagonizábamos hace un año, como en buena parte de la Unión Europea, una movilización sin antecedentes históricos inmediatos. Agricultores y ganaderos expresábamos en la calle sentimientos de abandono e injusticia. Nos quejábamos de la competencia desleal desde países extracomunitarios, de la inflación de costes, de la baja rentabilidad de la inversión y del trabajo en el sector agroganadero, del exceso de políticas regulatorias (especialmente desde las instituciones europeas), de una digitalización que no demandamos al ritmo acelerado que se nos impone... y también denunciábamos una falta de reconocimiento social y de apoyo real desde las administraciones públicas.
De algún modo, en poco tiempo habíamos pasado de sector esencial (uno de los pocos a los que se dejó trabajar durante la pandemia para asegurar el suministro de alimentos) a criminalizarnos por perjudicar el medio ambiente y no mirar por la salud del consumidor, y a inundarnos con un tsunami de normas, requisitos, condiciones, exigencias… en definitiva, esas mareas de papeleo de ida (a base de boletines oficiales) y de papeleo de vuelta que debemos presentar en tiempo y forma para cumplir lo que se nos plantea… ¡Esas famosas carpetas que nos quitan el sueño más que el manejo de la propia explotación!
PAC FALLIDA. La movilización mostró, además, el rechazo profundo a la actual Política Agrícola Comunitaria 2023-2027, cuyo sesgo medioambientalista y restrictivo es patente. Los mismos retoques que, a raíz de las protestas, se van introduciendo aquí y allá (casi siempre en cuestiones puntuales, no en aspectos de fondo) son la prueba manifiesta de que muchas normas obedecen a prejuicios ideológicos y modas políticas, sin el respaldo de evidencias científicas, razones agronómicas y motivos productivos. La famosa Agenda 2030, que no hemos votado y que obedece a planteamientos globalistas de unas élites que en su vida pisaron una granja, inspira esa PAC y muchas otras políticas que nos afectan en el día a día.
Por poner un ejemplo concreto, cualquiera que sepa el combustible que gasta un avión comercial (entre tres y cuatro litros de queroseno por pasajero cada cien kilómetros) deducirá que los consumos actuales de gasóleo agrícola para producir alimentos y su efecto en el medioambiente son comparativamente tan insignificantes que no justifican ciertas obligaciones agronómicas. Además, el profesional del campo es el primer interesado en ajustar ese coste. Pero ve que, mientras a él le miden los milímetros de profundidad de arado, otros surcan el aire mañana, tarde y noche sin que eso parezca preocupar a nadie... Pero hoy no quería yo hablar del Falcon.
OBSESIÓN REGULATORIA. La UE está metida en una tolva normativa de la que no sabe salir. Los países y los ciudadanos somos víctimas de una obsesión regulatoria que frena el desarrollo de muchos sectores, incluido el nuestro. Ahora que las mentes pensantes del poder comunitario ya dibujan las líneas de la futura PAC, deben mirar no tanto por asegurar alimentos de calidad a precios asequibles para toda la población europea (capacidad que ya hemos demostrado), como las medidas y la financiación para que una minoría de la población (y bajando) que nos dedicamos a ello siga dispuesta a hacerlo.
De lo contrario, la agricultura y la ganadería corren riesgo de acabar como otra más de las actividades económicas que vamos externalizando fuera del espacio comunitario. Y entonces otros nos venderán alimentos de peor calidad y al precio que nos quieran cobrar. Otra lección (por cierto, ya olvidada) que nos dejó aquella pandemia.
(*) José Luis Marcos es presidente de Asaja-Palencia.