Me gusta muchísimo cuando un plato me hace pensar, o dudar, cuando me estimula o incluso me provoca. Aquellos sabores que aparecen en él, que están vivos en el recuerdo pero que no caes exactamente en qué son: una especia, un ingrediente… y el paladar empieza a desfragmentar el disco duro de los recuerdos para ordenar un poco la conexión con el cerebro e intentar encontrar aquel momento al que irremediablemente te va a llevar. O ciertos ingredientes que nunca hubiera pensado metidos en esa receta, ya sea como complementos de ingredientes principales o como protagonistas; esto sucede con frecuencia, cuando el ingrediente principal es teóricamente mucho menos noble que alguna de sus guarniciones. Hace unos días en el restaurante La Morena de Madrid, el amigo Brayan, con su cocina en la que fusiona el Mediterráneo y el Atlántico ibéricos de su querida Tarifa con su cultura nativa caribeña, junto a pinceladas orientales y asiáticas, me volvió loco con un postre en teoría muy tradicional al que le da una vuelta de tuerca hacia su origen e identidad: la Tarta de limón al humo de tomillo limonero. De entrada, se presenta líquida en forma de lemon curd napada por un exquisito merengue italiano. No sé cómo juega el tomillo, pero en el paladar está. Y la sal. ¡Ay la sal, que me volvió loco! En una primera cucharada, muerdo una escama de sal Maldon, y no la entiendo, pienso que Brayan se ha columpiado, que no la ha integrado… sigo comiendo, y dos cucharadas después echo en falta esa textura, así que en las siguientes busco la sal en el paladar, quiero darle otro mordisco a esa sólida finura de la escama, quiero sentirla mientras disfruto de los sabores del limón y del merengue, del aroma del tomillo… y siento hasta cierta ansiedad, un poco de síndrome de abstinencia, hasta que la vuelvo a encontrar, y ya la disfruto más despacio, dejando que se me deshaga sobre la lengua y me aporte su sabor poco a poco. Aquí encontré el equilibrio; aquí el dulce, el ácido y el salado empezaron a jugar juntos en mi boca, y en ese momento le cogí aún más cariño a Brayan del que ya le tengo, y el resto del postre que me quedaba fue disfrutado de otra manera; me había provocado, me había hecho dudar, me había hecho pensar. ¡Qué maravilla!