La financiación autonómica sigue siendo, años después, un arma arrojadiza entre el Gobierno central y las diferentes comunidades. Una cuestión que, lejos de ejercer de herramienta de armonización entre los ciudadanos, se convierte en un valioso cromo de intercambio en función del interés partidista. Lo vemos de nuevo a propósito de la negociación abierta para la formación del nuevo Ejecutivo en Cataluña, donde el listón del posible apoyo de gobernabilidad lo acaba de elevar ERC a un PSC ganador de las últimas elecciones pero que necesita el respaldo de Esquerra Republicana para superar la investidura de su candidato, Salvador Illa. La 'pela es la pela', nunca mejor dicho, porque llueve sobre mojado desde la época de Jordi Pujol, cuando la antigua Convergencia era clave para abrir la puerta de La Moncloa a unos y otros.
La lógica multilateralidad que requiere un asunto capital en la España de las autonomías y que, además, cuenta con un órgano decisorio como es el Consejo de Política Fiscal y Financiera, se dilapida en función de los intereses de gobernabilidad sin importar la necesaria igualdad entre los administrados, con independencia del lugar de residencia.
Solo el hecho de referirse a esa financiación con el término de 'singular' ya supone una acepción excluyente, contraria a la pluralidad que debe imperar en el reparto justo de los fondos públicos de una nación. Son ya suficientes indicadores (el último, el salario medio por comunidades) que evidencian el desequilibrio de una balanza que, curiosamente, siempre se inclina a favor de esas autonomías que dicen aportar más a la caja común. Duele pensar que los territorios más favorecidos históricamente se agarren otra vez a la atávica táctica de mirarse el ombligo sin mirar ni siquiera de reojo al vecino. Y más desconsuelo causa aún comprobar que, después de cuatro décadas de democracia, el nacionalismo imperante sea, más que una cuestión histórica y emocional, un artificio contable de primer orden.