Una lectora de Cerrato Insólito, Mari Cruz Jiménez, residente en la provincia de Toledo, se interesó por esta comarca de forma activa gracias a estos artículos. Aun sin conocer la comarca, elaboró un relato sobre la vendimia con el objeto de presentarlo en algunos concursos literarios (Amusquillo y Cevico de la Torre). La visitó después, en verano de 2023. Este es su relato y por eso hoy es ella quien firma esta sección:
-«Abueelaaa, mira. Mira allí, ¿lo ves? ¡Cuántas uvas!, ¡cuántas vides!».
María miraba a su nieto, que sentía la pasión heredada por las viñas que le inculcó su abuelo Antonio. Su marido siempre fue un enamorado de esta maravillosa tierra y de sus vinos que él mismo elaboraba pisando la uva. Pero esos eran otros tiempos.
Este traqueteo le estaba haciendo resentirse de su rodilla. «Chiquillo, más despacio, que este cuatro por no se qué, o como se llame, va muy deprisa». «Jaaaaa, sí, sí, voy más despacio, pero dime qué te parece, se llama cultivo intensivo y se produce más vino, mira allí, ¿ves?».
María miraba y sonreía. Parecía que las viñas tenían dos brazos y ya, pero con muchos racimos. Una máquina pasaba entre ellas recogiendo las uvas. ¡Que cambiado está todo!, pensaba. Mucho ruido, pero no se oían las risas, los cánticos. Su mente empezó a retroceder en el tiempo.
De pronto se vio. Era una mañana de septiembre soleada y estaba nerviosa. Vio venir a su amiga Mari Ángeles; las dos sonreían inquietas. Tenían dieciséis años e iban a la vendimia por primera vez. Se miraron y estallaron en carcajadas. «¡Qué pintas!», decía Mari Ángeles. María la miraba y volvía a reír. Llevaban una camisa de hombre, unos pantalones y encima una falda, y por supuesto un pañuelo a la cabeza y un sombrero de paja. Las dos corrieron al remolque del tractor y unas manos fuertes las ayudaron a subir. Era Antonio, el capataz, quien luego sería su marido. Se sentaron en el suelo con timidez. Eran veinte mujeres, y hombres algunos más. Uno de los hombres, Manuel, las miro y le dijo a Josefa «Josefinilla, hoy tenemos almuerzo doble, que vienen dos pardillas». Unas estruendosas carcajadas retumbaron por el camino. Las chicas se miraban sin entender. Siguieron por el camino polvoriento, alzaron la vista y ahí estaban las vides, no se veía su fin. Estaban a ras de suelo, grandes y con racimos escondidos debajo. Bajaron del remolque. Ellas llevaban sus cuchillos y Antonio les dio un serón y les dijo «vamos a empezar, no puede quedar ni un racimo, levantarlas bien y rápido».
Las dos iban juntas. Se agacharon y empezaron a cortar racimos. Estaban contentas. Al levantar la cabeza, María vio que el resto ya habían hecho tres viñas y ellas solo una. «Mari Ángeles, vamos más deprisa que nos quedamos atrás», le dijo a su amiga. De pronto se oyó a Josefinilla: «Vamos niñas, que para pelar la pava vais más deprisa», a lo que siguió una carcajada general. Seguidamente empezaron a cantar «arribaaa, abajooo, a mi novia le he visto el refajo; abajooo, arribaaa, a mi novia le visto liga». Las chicas sonreían, por las canciones picaronas.
Hora del almuerzo. Las manos empezaron a dolerles. Algunas veces se pinchaban, pero estaban pletóricas. Así llegaron las diez de la mañana, hora del descanso para tomar un bocadillo. El manijero gritaba «bocadillo, para el niño y la niña, pero no para las pardillas», y volvieron a oírse carcajadas. Mari Ángeles y María se levantaron y fueron despacio hacia donde todos estaban sentados. Buscaron hueco y se dejaron caer.
Estaban ya un pelín cansadas pero nada les borraba la sonrisa. Sacaron sus bocadillos y antes de dar el primer bocado Antonio les dice «chiquillas, venid aquí, ¿qué es esto?». Las dos dejaron el almuerzo y fueron a ver. ¿Qué pasará? piensa María, ¿qué habremos hecho mal? Mientras tanto los mozos jóvenes devoraron los bocatas de las chicas y entre carcajadas dicen «hoy irán hambrientas, jajaja». Antonio las regaña porque hay unos racimos rotos, «que no vuelva a pasar, eh». Ya han pasado cinco minutos y solo tienen diez, «tendrán que comer deprisa» se oye cantar a Josefinilla. «Por delante y por detrás, tris tras, ni lo ves ni lo verás, tris tras», y otra vez carcajadas. Vuelven a su sitio pero no está su almuerzo. Mari Ángeles le dice a Jeremías, que estaba a su lado, «¿has visto mi almuerzo?». «Yo no, te la habrás comido», respondió él. «No, no», dice ella, y Jeremías empieza a cantar «por delante y por detrás ni la ves ni la verás, jajaja». María, que está igual, se da cuenta de que les están gastando una broma de novatas en el campo y dice en alto, para que todos la oigan, «tris tras, por delante y por detrás nos quedamos sin desayunar». Y todos rompieron a reír.
Antonio grita «al tajo que se va el sol». Todos cogen sus canastos y vuelven a agacharse al lado de la vid, a cortar racimos. Pasa la mañana y el sol pica cada vez más, los hombres con las camisas remangadas; las mujeres no, por no estropearse la piel.
«Voy a quitarme el sombrero un rato», dice María. Pero apenas le saca de la cabeza nota el calor abrasante en su rostro y vuelve a ponérselo, suspirando. Ahora entiende ese empecinamiento de su madre a ponerse un sombrero de paja.
Pasa la mañana y ya llegando el medio día se oye de nuevo a Antonio «la comidaaaa, para el niño y la niña, menos para las pardillas», y otra carcajada retumba por todo el campo. Las chicas están hambrientas y María le dice a Mari Ángeles «no se lo creen ni ellos, tú no sueltes tu comida para nada».
Van despacio a sentarse en el círculo formado por la cuadrilla. Josefinilla les dice «niñas, tenéis que tener cuidado, que aquí abundan las serpientes y pican, solo notáis un pinchacito». Las chicas empiezan a comer y al minuto sienten un pinchazo en la pierna. Las dos se levantan asustadas y diciendo «¡me ha picado, me ha picado!». «Iros al río y allí os ponéis barro, que no pasa nada», les dicen. Soltaron la comida y fueron. Según iban, volvieron a oírse carcajadas. María sospecha que todo es un truco; se mira y ve un pinchacito como de una aguja. Las han vuelto a engañar. Vuelven a sentarse, pero su comida no está. Preguntan, y todos a coro cantan «tris tras por delante y por detrás ni la ves ni la verás, tris tras», y vuelven a reír. Las chicas suspiran y María dice «pues nada, hoy toca comer uvas, que son muy sanas, tris tras». Vuelven las risas.
Las chicas cogen dos racimos y empiezan a comer. Cuando llevaban medio, se acerca Josefinilla y les dice «tomad niñas, acompañadlas con este trozo de queso, que me sobra»; y Antonio dice «anda mira a mí me sobran aceitunas»; y Juan dice «tomad, que ya no quiero más pan», y así uno por uno le fueron dejando a las niñas un trozo de cada cosa. Las chicas estaban con la boca abierta, y Josefinilla les dice «vamos mozas que os quedan diez minutos». Empiezan a devorar, estaban hambrientas, y el grupo reía.
Al rato regresaron al tajo. Volvieron las canciones picantes, volvió el sudor y el cansancio, volvió no poderse poner de pie del dolor de espalda. Y también volvieron las sonrisas cuando Antonio dijo «vamos a casa ya, buen trabajo».
Las niñas se levantaron doloridas y fueron al remolque que las llevaría a casa. Estaban contentas, ya eran vendimiadoras.
«Abuelaaaa, ¿me estás escuchando?». «Sí, sí hijo, sí; mira la máquina como coge los racimos, y mira qué deprisa».
No se oían cánticos, ni se oían risas, sólo se oía el traqueteo de la máquina.
«Sí, hijo, está genial, será una buena cosecha y se recogerán muchos kilos».
Y pensó en sus tiempos, cuando no había tanta cosecha, pero los campos estaban llenos de trabajo, sudor, cánticos y risas.
Tris tras, por delante y por detrás.