Recibe sentada en un cómodo sillón con su hija Ana y su yerno Pedro e intenta levantarse para saludar. Estefanía Iglesias Polanco anda justa de piernas, pero goza de una excelente salud. «No me duele nada y nunca he estado enferma», explica a modo de antesala de una efeméride a la que resta importancia: los 101 años que cumplirá el lunes, sobrepasando un siglo de vida con una memoria privilegiada. Natural de Villamartín de Campos, localidad en la que nació el 24 de febrero de 1924, reside en la capital desde que se casó y llegó a la residencia Santiago Amón en 2017.
«Viví muchos años en el pueblo con mis padres, que eran carniceros, y yo era la quinta de seis hermanos. Fui a la escuela en Primaria hasta los 14 años con una maestra muy buena, que nos daba mucho tute con las matemáticas y con el resto de niñas nos gustaba jugar a la soga», detalla.
Con su hija Ana elevando el tono de voz a su oído, que ya falla con el paso del tiempo, repasa una vida sencilla dedicada en Villamartín a ayudar cuando podía en la carnicería a sus padres y en otras labores domésticas hasta que se casó con 29 años. «Aprendí de mi madre corte y confección e hice algunos trabajillos y vestidos en casa para mis sobrinas y mi hija, pero luego ya no», rememora. Como aficiones, la lectura ha sido y sigue siendo una de sus pasiones, que satisface a diario. «Las revistas y el periódico, que leo todas las mañanas, me gustan mucho. Las novelas quizás cuentan tonterías pero me entretienen muchísimo. Uso las gafas y para salir a la calle me defiendo muy bien, En la residencia, una chica nos daba gimnasia una hora y toda la mañana la dedicamos a pintar, dibujar y, en alguna ocasión, jugamos al bingo», afirma.
«Tengo mucho mejor los ojos que las piernas y mi salud ha sido buenísima. No he estado mala nunca y solo me operaron de vesícula hace unos años y, como si nada.Los cirujanos lo hicieron con un sistema nuevo y casi ni me enteré, sin cicatriz, con tres puntos de sutura y dos días en el hospital», señala con sentido del humor y una amplia sonrisa.
Tras casarse con Rafael, todos los fines de semana Estefanía viajaba desde la capital a su pueblo, Villamartín, del que guarda bonitos recuerdos. «Allí tenía a mis hermanas, que estaban solteras, y nos acordábamos de que hacíamos buenas matanzas. Cuando acudía a la casa de mis padres, que vendimos cuando ellos murieron, estaba en la cama y aún me parecía percibir el característico olor del chorizo y los embutidos», dice.
Estefanía concreta que el recuerdo más feliz de su vida fue «cuando nacieron mis dos hijos, Rafael y Ana, y vi que estaban sanos». Prueba de su fiel memoria, para terminar nombra sin dudar a sus padres y a cada uno de sus cinco hermanos. «Mis padres eran Julián y Eleuteria, y mis hermanos Máximo, María de los Esposorios, Edelmira, Luisa y Antonio», espeta.