Durante casi tres décadas (de principios de los 50 hasta finales de los 70) dos familias de Dueñas han practicado la pesca como medio de vida.
Pescadores procedentes de Toledo, que llegaban a Dueñas cuando se abría la veda (el 15 de agosto) y se quedaban hasta que se cerraba (a finales de febrero), trayendo dos barcas en tren y dedicándose a vender los peces que capturaban, fueron el modelo en que se fijó Gabriel Villullas para dedicarse a la pesca de agua dulce, junto con su hijo, también Gabriel.
Agapito Villarroel, pescador de Castronuño (Valladolid), se trasladó a vivir a Dueñas, por la presencia del río Pisuerga y del Canal de Castilla. Con él, su hijo, del mismo nombre, y también pescador. El hijo de este, José, ya nacido en Dueñas, se uniría también al oficio.
Ríos y Chuta, pescadores en DueñasGabriel Villullas comenzó a pescar con anzuelo y cuerda de pita, después con nasa de mimbre y finalmente con red, surcando el río en barcas.
Ambas familias fabricaban sus propias barcas de forma artesanal, más fuertes y duraderas que las compradas. Era obligatorio que dispusieran de matrícula.
También las redes eran de fabricación propia. Compraban la malla y confeccionaban las entremallas haciendo bolsa para que los peces grandes que entraran no pudieran salir. Debían pasar una inspección para asegurar que las mallas tenían al menos cuatro centímetros, para que no atraparan peces pequeños; si cumplían el requisito las colocaban un precinto identificativo.
Ríos y Chuta, pescadores en DueñasGabriel también hacía reteles y nasas para venderlos, por encargo; y cartuchos para cazar, aunque no vendía piezas de caza.
Pescaban por la noche. Barbos, bogas, cachos y, en menor medida, truchas y tencas. A veces cangrejos, con nasas. Si salían ratas de agua no las vendían, se las comían ellos.
Removían el agua con un palo para espantar a los peces y que entraran en la red. Lo normal era pescar alrededor de 50 kilos en una noche, pero en una ocasión los vertidos de la azucarera de Venta de Baños provocaron tal contaminación que los peces al verse asfixiados huyeron hacia los manantiales en busca agua limpia. Allí fueron los pecadores a tiro fijo y capturaron unos 700 kilos.
Contaminación.
Los episodios de contaminación, principalmente por fugas de fuel de la azucarera, provocaban también que tuvieran que emplear las barcas para retirar peces muertos que flotaban. A cambio de limpiar el río les dejaban estacionar sus barcas en la azucarera, pues cuando acababa la temporada tenían obligación de sacarlas del río, por tratarse de una actividad económica reglada y sujeta a los correspondientes permisos.
Aunque la temporada finalizaba a finales de febrero, era frecuente que se prolongase mucho más ya que no existía demasiado control. Los vigilantes hacían la vista gorda ya que los propios guardias compraban peces a los pecadores, e incluso a veces estos se los regalaban.
Otra tarea subsidiaria a la pesca, más desagradable, era rescatar personas que se estaban ahogando (Agapito Villarroel recibió una medalla por salvar a un niño que se había caído al Canal de Castilla) o la mayoría de las veces ya ahogadas, para lo que eran avisados por el Icona o por la Guardia Civil. Si el ahogado estaba en otro pueblo, llevaban la barca en el camión de un familiar de Agapito.
Este mismo camión le servía para regresar a Dueñas cuando había navegado río abajo hasta Cubillas de Santa Marta. En la ida, la barca bajaba por la presa existente, pero a la vuelta tenía que ser por carretera, montando la barca en el camión, dado que la presa era insalvable.
Río arriba iban hasta Tariego, y cuando el estaba muy crecido les permitía llegar incluso hasta el manantial de Baños de Cerrato.
Por el Carrión apenas pescaban, entre otras coas porque estaba muy sucio y con árboles caídos.
En invierno pasaban mucho frío. Era frecuente que el río se congelara y tenían que romper el hielo.
Agapito (hijo) a veces pescaba también a mano. Se sumergía buceando donde sabía que había ovas y salía con un par de barbos. Enseñó a sus hijos a nadar por las bravas: los tiraba de la barca.
Alguna vez los chicos del pueblo les quitaban la barca y se la hundían.
Tras la pesca diaria, ya de día, iban a vender lo pescado por Dueñas y por los pueblos de alrededor, en bicicleta o en moto. Los chavales no iban a vender, tras la pesca marchaban al colegio (si la pesca acababa en Cubillas de Santa Marta, el hijo de Agapito volvía a Dueñas en tren).
Vendían a familias para sus comidas, y a agricultores que a media mañana almorzaran en las bodegas.
Llegaron a facturar peces con destino a León e incluso a Toledo.
Lo vendían todo, pues mucha gente carecía de recursos económicos y el género era barato. Además ya conocían los gustos de cada comprador, si preferían peces pequeños o grandes, y se los reservaban a su gusto.
Las truchas grandes, de entre 4 y 5 kilos, se las guardaban a don Juan, el veterinario. Los peces más pequeños para los bares, que los servían fritos.
Tanto a Gabriel como Agapito, la pesca les granjeó sendos apodos. Como es habitual, los apodos se extienden a toda la familia, incluso se van heredando de generación en generación.
A la familia de Gabriel Villullas se la conoce como Ríos, porque cuando alguien preguntaba por él, la respuesta habitual era casi siempre que estaba en el río.
A la de Agapito Villarroel le llaman Chuta, porque cuando iba vendiendo los peces decía «esto va que chuta, el que no come por dos reales es que no quiere».
A finales de los años 70, la actividad pesquera de estas familias fue decayendo. El pescado de agua dulce fue perdiendo aceptación y vendiéndose menos; y la administración fue poniendo impedimentos por considerar que se removían las orillas, hasta que finalmente prohibió pescar con barcas.
Por ello, estos pescadores pasaron a trabajar en otras ocupaciones que también ejercían en épocas en las que la veda estaba cerrada.
La familia de Agapito dedicó varias de sus barcas al alquiler durante los mes de verano para disfrute privado, pero duró poco porque cada vez les pedían más requisitos (seguros, etc.).
Por su parte, Gabriel dejó la barca amarrada, pero con las crecidas del río la madera se fue pudriendo, por lo que tras su fallecimiento la familia la vendió por 3.000 pesetas a un hombre de Cubillas de Santa Marta.