Para quien padece el llamado covid persistentes, apenas tiene sentido la constatación de que la pandemia del coronavirus desapareciera como tal. Su satisfacción personal coincide con la del resto de los mortales, afectados en su momento o no por el virus, en el regreso de la normalidad, la ausencia de restricciones, la desaparición de la distancia y el aislamiento social o el miedo permanente a un contagio o una recaída. Y pare usted de contar. Porque llevan consigo unos efectos que no desaparecieron cuando la covid-19 se fue de su organismo; no hubo curación total y plena y, aunque su analítica da negativo a la presencia del virus, la fatiga crónica, las dificultades respiratorias, la pérdida de masa muscular, la ausencia de olfato y gusto, la falta de memoria y las lagunas mentales siguen día y acaban convirtiéndose, en muchos de los casos, en condiciones que incapacitan a esa persona para llevar una vida familiar, laboral y social normalizada.
Pueden salir, como todos los demás, pueden asistir a actos culturales, hacer compras o viajar, aunque a menudo es tal su debilidad muscular, su dificultad para respirar o su falta de concentración que esas pequeñas acciones cotidianas se convierten en un verdadero suplicio o, simplemente, rozan lo imposible o, cuando menos, no son habituales, ni siquiera frecuentes. Han perdido calidad de vida y han sufrido un enorme impacto en sus capacidades físicas, psíquicas y mentales que les imposibilita para el trabajo, pero también para llevar a cabo actividades del día a día.
El 22 de junio de 2020, entre la primera y la segunda gran ola de contagios, se puso en marcha en el Complejo Asistencial Universitario de Palencia (Caupa) un servicio que fue pionero en Castilla y León: la consulta postcovid. Casi cuatro años después, sigue abierta y funcionando, atendida por un médico internista y por dos técnicos en cuidados auxiliares de enfermería. Desde sus inicios hasta octubre de 2022 llegó a recibir hasta 1.700 pacientes y desde esa fecha hasta marzo de 2023 subió hasta los 2.500. A partir de ese momento la cifra ha ido bajando y en la actualidad atiende a unas treintena de personas. Recibe a varios cada semana, controla su evolución y hace el seguimiento de su caso con nuevas pruebas cada tres o seis meses, en función de la gravedad, pero no dispone de un medicamento eficaz para acabar con esos efectos persistentes y, en muchos momentos, la alternativa es la atención al proceso evolutivo y la escucha, la empatía, en una palabra. No es la solución, aunque ahora mismo sea la única posibilidad que se abre para esos pacientes.
Lo que piden estos es más especialistas, una mayor transversalidad para llegar a todas las áreas afectadas y proseguir con la investigación hasta dar con un remedio eficaz.